José Leonardo Rincón, S. J.
Al celebrar el día del amor y la amistad, quiero felicitar y
agradecer a mis amigos por su vida, por su cercanía y afecto. Bien lo dice el
libro del eclesiástico: quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro. Y yo
tengo que confesar que por la gracia de Dios he sido y sigo siendo muy rico.
Hoy
quiero rendir breve pero sentido homenaje a algunos de esos amigos y amigas que
sigo llevando en el corazón pero que físicamente ya no están aquí, pues gozan
de la presencia de Dios.
Sara,
tía y madrina. Me puso a escoger entre si yo era su pollo condenado o pollo
sinvergüenza, por supuesto escogí ser condenado. Compañera de paseos por el Parque
Nacional. Me confió dar mi primera clase en su academia de corte y confección cuando
apenas tenía yo 5 años, haciendo un dictado para calificar ortografía.
Urbano
Duque, hermano jesuita, profesor de arte. Me convertí en su secretario en la
naciente academia que configuraba al lado de Ignacio Castillo Cervantes. Fue él
el primero en conocer y apoyar mi vocación de jesuita.
Chucho
Sanín, rector del templo de San Ignacio y director del Apostolado de la Oración
y de la revista El Mensajero, creyó en mí para confiarme las llaves de la
Iglesia, fundar un grupo juvenil y escribir artículos en la revista.
Guaro,
le decíamos cariñosamente a Eustaquio Guarín, jesuita santandereano con quien me
hice muy cercano mientras estudiaba educación y vivía en La Merced. Ejemplo de
fortaleza y tenacidad, siempre sonriente mientras un cáncer consumía su
existencia.
Mijito,
llamábamos a Eduardo Briceño, exprovincial y asistente del padre Arrupe, bueno
como el pan fresco y quien ya anciano fuese mi padre espiritual. Me regaló sus
apuntes de Ejercicios Espirituales, los mismos que me había pedido organizarle.
José
Carlos Jaramillo, este viejo tenía el don de la eterna juventud. A más de 70 y
se iba de campamento misión con jóvenes que lo querían a rabiar. Pataepollo fue
un paisa nacido en Soacha, gruñón y refunfuñón, simpático y encantador, descarado
pescador de vocaciones para la Compañía.
Nancy
Ramírez, líder popular del barrio Santa Rosa en el centro oriente de Bogotá.
Mujer humilde, sin mayores estudios, pero de una fe admirable y un corazón
gigante, cuidó varias generaciones de niños y jóvenes, dándoles afecto y
comida, salvándolos de los vicios y la violencia. De salud frágil siempre salía
airosa hasta que su cuerpo ya no dio más. Confidente espiritual.
Horacio
Arango, fue mi superior, provincial, súbdito, sucesor, compañero. Las
diferencias futbolísticas y su humor pícaro nos acercaron de corazón. ¿Cómo olvidarlo
si siempre creyó en mi para confiarme delicadas responsabilidades? Con el gordo
Pilín nos confabulábamos para atormentarlo por sus simpáticas “fechorías”.
Julio
Jiménez, padrino de ordenación hace 30 años. Con él aprendí a dar Ejercicios
Espirituales. Siendo mi rector en magisterio en Bucaramanga, me enseñó a
dirigir un colegio en clave pastoral, me puso al frente del FAS y me apoyó
decididamente en la creación del Curso Taller Nacional de Formación Integral. Siempre
me hacía reflejos estimulantes a estos escritos de los viernes.
Guillermo
Salerno, argentino, propietario de la editorial Kapeluz. Hubo clic de sintonía
desde que nos conocimos estando yo de presidente de CONACED, amigo de infancia
de Francisco, me puso la nada fácil tarea de escribir al lado de Borges el
nuevo prólogo al libro de Leopoldo Lugones: el Imperio Jesuítico. Copito de
nieve, por su cabeza ya blanca, lo nombré Cardenal in-pectore.
No
están todos. Habrá ocasión para un nuevo homenaje a esos que faltan. Ellos y
ellas. Los llevo en mi recuerdo con gratitud. Dios los premie. Amigos
inolvidables. De verdad, no he sido rico, he sido millonario, con esos amigos.