Por José Leonardo Rincón, S. J.
La
Iglesia Católica atraviesa en Nicaragua por sus más difíciles momentos. Su
verdugo ha resultado ser su antiguo socio de la revolución sandinista, Daniel
Ortega, quien ha encarnado en la vida real el famoso adagio popular: “no hay
cuña que más apriete que la del propio palo”.
A
mediados de los 70 el pueblo nicaragüense ya no aguantaba más la dinastía de
los Somoza. Las injusticias reflejadas siempre en estos males propios de
nuestra gente: pobreza, desempleo, hambre, carencia de educación y salud, violencia,
violación de derechos humanos, se convirtieron en el caldo de cultivo perfecto para
que el sufrido pueblo se sublevara y soñara con un mañana mejor. La revolución sandinista
se convirtió en la mejor opción y un sector importante de la Iglesia decidió
apoyarla abiertamente, tan decididamente que cuando asciende al poder en 1979,
entre sus líderes sobresalen en altos cargos del Estado varios sacerdotes,
recuerdo entre otros a Miguel D’Escoto como Canciller, Ernesto Cardenal como
ministro de Cultura y su hermano Fernando, jesuita, como ministro de Educación.
Sin
embargo, tan romántica relación comenzó a deteriorarse relativamente pronto. El
afán de poder y de querer perpetuarse en él como fuese, suscitó una distancia
crítica en el seno de esa junta revolucionaria, lo que llevó a que fueran
desfilando uno a uno los antiguos socios para convertirse en opositores del
nuevo régimen. La visita de Juan Pablo II en 1983 terminó resquebrajándolas aún
más. El pontífice tan activo políticamente en su natal Polonia regañó duramente
a los que en estas latitudes hacían lo propio, pero del otro lado. Su amarga
experiencia con el comunismo no podía tolerar coqueteos con un marxismo pragmático
que utiliza y manipula todas las formas de lucha para hacerse al poder. Treinta
años después la historia le dio la razón y hoy, muchos de los que colaboraron
con Ortega, están arrepentidos.
Ortega
se ha ensañado con sus antiguos amigos. Ha profanado templos, ha expropiado
bienes, expulsado religiosos y sacerdotes extranjeros, cerrado ONG de ayuda
internacional, encarcelado obispos, desterró al Nuncio meses antes de romper
relaciones diplomáticas con el Vaticano. La semana pasada confiscó la UCA, acusándola
de promotora del terrorismo, entre otras cosas. A la misma que en momentos de
efervescencia le otorgara un doctorado Honoris causa, ahora le quitó la personería
jurídica a la Compañía de Jesús.
Dicen
que “quien no conoce la historia está condenado a repetirla”. Lo más
triste es que conocemos esa historia y la repetimos, no sé si por deliberada
terquedad o por estupidez crasa. La Iglesia Católica se mueve siempre en
“delgadas líneas rojas”, fronteras no siempre claras y definidas, que la obliga
a no cohonestar con las antievangélicas malas prácticas que atenten contra la
dignidad humana y los valores que promulga. Y eso hace que tome distancia de aquellos
que en su momento fueron sus amigos, llámense de derecha o de izquierda, del
partido o corriente política que sea. Eso es lo que no puede aceptar el
amnésico Ortega que hoy procede igual o peor que el Somoza que derrocó. A ver
si aprendemos, aunque seamos viejos. Ojalá no sea tarde y todavía estemos a
tiempo, espero.