Por Pedro Juan González Carvajal*
Tradicionalmente hemos asociado, en términos políticos, el
concepto de dictadura como la contraparte evidente al concepto de democracia.
Sin embargo, hoy deberíamos hablar de algunas variantes,
guiadas por vectores propios de los nuevos tiempos, partiendo de la premisa de
que cada época trae su propio afán.
Sin que se asocie a un orden particular, considero que la
primera es la dictadura de la tecnología, como escala superior de un
proceso de culturización de consumismo extremo y de vigencias y obsolescencias programadas.
No termina de ser anunciado un nuevo equipo o una nueva
versión de cualquier herramienta tecnológica, cuando ya se sabe que al poco
tiempo será superada por otra, en un proceso continuo de obsolescencia
programada que siempre nos pone a correr detrás del último lanzamiento.
Los tiempos de reacción se estrechan y eso de sincronizar
los ritmos de las personas, las organizaciones y los desarrollos tecnológicos,
cada vez evidencia más su condición de quimera.
La segunda dictadura es la dictadura de las formas,
es decir, aquel condicionamiento casi obligatorio para lograr que la
estandarización, la homogenización, la uniformización, entre otras
características, permitan un mejor entendimiento, relacionamiento y acople
entre los diferentes públicos de interés.
Muchas veces soportados en criterios como la “búsqueda de
la calidad” o del “mejoramiento continuo”, nos vemos inmersos e inundados de
métodos, de procedimientos, de procesos, de formatos o de plataformas,
amparados por la expectativa de una acreditación o de una certificación que
avalen que lo que decimos que hacemos de alguna manera, evidentemente sea así
en la realidad.
Sacrificar un mundo por un verso suena
bello en términos poéticos, pero anacrónico e ineficiente en un mundo
organizacional competido al extremo. No podemos dejar que la forma se imponga
al fondo.
Una tercera dictadura podría incorporar los extremismos
o los fanatismos que llevan la defensa de las ideas y las posturas a
niveles de conflicto, ya sea en temas económicos, políticos, religiosos o
ambientales entre otros varios.
Por último, dentro de esta breve reflexión y con todo el
respeto por la diversidad de cualquier tipo y en pleno ejercicio de la
tolerancia, se está volviendo cada vez más complicado y complejo aquello de la
dictadura de las minorías, que lamentablemente entra en contradicción con
el respeto también de las mayorías o del interés general sobre el particular.
El pleno ejercicio de los derechos y los deberes individuales
y colectivos, deben ser absolutamente para todos. Hoy estamos
sobredimensionando y colocando por encima de cualquier consideración a los
derechos y dejamos a un lado los deberes, lo cual a todas luces es una enorme
equivocación.
El comportamiento individual merece respeto, pero el adecuado
comportamiento social es una condición sin la cual no puede darse la
convivencia civilizada.
La manida controversia alrededor del ejercicio de la libertad
está hoy en pleno auge.
Hoy somos un planeta deteriorado ambientalmente, con un
consumo desaforado que no necesariamente cobija a los casi ocho mil millones de
personas que lo habitamos y que estamos envejeciendo a una tasa que está
invirtiendo las pirámides demográficas de una gran cantidad de países y cuyas
enormes implicaciones están por verse.
El agotamiento de los recursos básicos está poniendo en
jaque la viabilidad del proyecto humano.
El agotamiento de la vigencia de los relatos de todo tipo que
soportan la civilización y la sociedad tal como hoy la conocemos y la no
aparición de alternativas, hacen posible pensar que estamos ante un momento
histórico que nos puede conducir al colapso.
Requerimos de un “nuevo renacimiento”, donde el hombre, el
humano, la humanidad y el humanismo sean los conceptos que guíen nuestros
pasos.
Es el momento de actuar como especie inteligente.