Por José Leonardo Rincón, S. J.*
No
me refiero a una apología del hombre de las leyes, a quien por historia patria
siempre he admirado, sino que quiero contarles que esta semana estuve por el departamento
que lleva su nombre, región de la que tengo los mejores recuerdos.
Por
primera vez fui a Bucaramanga en el año 72, es decir, estoy celebrando 50 años
de tan inolvidable acontecimiento. Llegué en una buseta de Berlinas del Fonce remitido
por mi mamá y con destino al entonces llamado Instituto Tecnológico Santandereano,
hoy Dámaso Zapata, que era regentado por los Hermanos de La Salle y donde era
prefecto mi padrino Isidoro Cruz. Disfruté esos días porque, además de conocer
sus bellas instalaciones, él se encargó de llevarnos a pasear a Cúcuta, junto
con su mamá y un hermano menor suyo, y cruzar la frontera para ir a San Antonio
del Tachira, también mi primera incursión internacional. Odisea inolvidable.
Para
diciembre de 1976 lo hice en Copetran invitado por Urbano Duque, hermano
jesuita a quien le debo mi vocación a la Compañía. Esta vez fuimos al colegio San
Pedro Claver donde desayunamos rápidamente porque antes de seguir a Barrancabermeja,
nuestro destino final, pude conocer al emblemático padre Antonio Upegui, el
artífice de la casa de ejercicios de Villasunción, lugar fascinante, bello y
espacioso, donde me hubiese quedado dichoso jugando en los rincones que en
miniatura había recreado. Recuerdo dos que me encantaron: una selva espesa con
león, jirafa y elefante incorporados, todos de juguete, por supuesto. Y la luna,
blanca y rocosa ella, con astronautas y la araña del Apolo 11. Después
comprendí que eran ayudas visuales para que los ejercitantes pudieran imaginar
haciendo composición de lugar.
En
el puerto petrolero casi me derrito con esas temperaturas de 40 grados, pero
fue fascinante conocer a su obispo jesuita, Monseñor Arango, y una comunidad
alegre y acogedora dónde estaban los padres Sánchez, Moreno, Misas, Ortiz y el viejo
vasco hermano Arruti. Nuestra misión fue artística y consistía en repintar las
viejas estatuas que adornaban la parroquia del Sagrado Corazón.
Ya
adolescente volví camino a Ocaña. Para entonces era un intrépido adolescente
que coordinaba la comisión de juventud del Consejo Nacional de Laicos e iba
dizque de conferencista a un congreso diocesano. Me hospedé, ni más ni menos
que en la casa episcopal y allí compartía con monseñor Ignacio Gómez
Aristizábal, de quien supe luego que era sobrino de Jesús, un humilde y santo hermano
jesuita con quien conviví en el noviciado. Al regresar, dos padrecitos me
llevaron a conocer a un compañero, José Manuel, candidato a la Compañía y con
quien entramos al año siguiente para ser jesuitas.
Me
podía quedar haciendo memoria, pero no puedo obviar decir que en los años 88 y
89 hice allí mi etapa apostólica del magisterio. Aquel bienio ha sido de lo
mejor y más grato que he vivido: las clases diurnas y nocturnas; la creación
del curso taller de formación integral; la implementación por primera vez del
programa de formación y acción social, FAS; ser el secretario del Consejo Directivo;
aprender a dar ejercicios espirituales con mi maestro Julio Jiménez; participar
en la mesa regional de diálogos de paz del gobierno Barco, y ser el delegado
vocacional con tres lujosos frutos que hoy son presbíteros, uno diocesano y dos
Jesuitas: Kike Delgado y Libardo Valderrama.
Y
no me crean tan “pingo”, pero el que pisa tierra santandereana es santandereano,
y por eso cuando voy me pongo “arrecho” y no perdono si no me dan arepa, carne
oreada, pepitoria, cabro al horno y el mute. En estas tierras de comuneros se gestó
la libertad. Con razón en su himno se canta: “Santandereanos, siempre
adelante, santanderanos ni un paso atrás, con el coraje por estandarte y por escudo
la libertad”. ¡Dígame! si no tengo razón… y algún día échense la rodadita
porque la ciudad bonita, la ciudad de los parques, es un vividero muy sabroso.