Por: Luis Guillermo Echeverri Vélez
Si queremos progresar bajo un modelo de
verdadera democracia representativa, tenemos que ser auténticos, transparentes,
honestos e innovar con nuevas tecnologías, en la forma de participar y de
administrar la política partidista.
Contexto y racionalidad:
La formación de buenas políticas de Estado que
generen crecimiento cultural, humano y desarrollo socioeconómico, demanda
profesionalismo, sensatez y seriedad, pues es el asunto más importante para la
nación en la conducción del Estado y del país en general. Hoy la administración
de un gobierno local o nacional no debe estar afectada por un estéril debate
ideológico y menos por narrativas propias de la demagogia, con que se acuña la
dialéctica y la retórica populista.
Mediciones previas a la campaña presidencial de
2018 demostraron, con un alto grado de certeza estadística, que el 85% del
mercado potencial electoral no creía ni confiaba en los políticos ni en los
partidos, dejando un espacio predefinido y reducido al 15% a lo que se denomina
como “las maquinarias partidistas”, y convirtiendo los comicios en una especie
de “programa de telerrealidad” que se presenta durante los períodos electorales
en medios y redes digitales.
¿Está la formación de políticas públicas
convertida en un absurdo y patético teatro mediático?
Veamos. Desde que aquí, en contra de la
voluntad popular, el gobierno de turno le abrió desde Cuba la puerta principal
del Congreso a las organizaciones criminales, para que participaran a partir de
2018 del presupuesto nacional y el ponqué burocrático, todo lo que era
importante para el país pasó a ser una representación escénica en la que
conviven abiertamente la mediocridad profesional, la laxitud ética que
caracteriza la protervia que se apoderó de los partidos, y los representantes
del crimen organizado.
Hoy la gestión de los grandes órganos del
Estado tiene lugar en el teatro mediático que les sirve de amplificador para la
difusión de todo de tipo de narrativas lisonjeras y escandalosas.
El debate parlamentario y el absurdo forcejeo por
la dominancia entre los poderes del Estado actual, en los países cuyas
sociedades son objeto de una polarización severa, es una triste y vergonzosa
representación bufa que sólo se compara al grotesco y ordinario espectáculo que
encarna la falaz y circense lucha libre moderna, presentada en grandes coliseos
y en los canales de televisión de los Estados Unidos donde, por largas horas,
una pila de payasos vestidos de forma ridícula, simulan una batalla en la que
se insultan y golpean violentamente; pero en realidad todo es sólo una
coreografía montada para llamar la atención y atraer el morbo colectivo; un
juego mentiroso donde todos al final de cada función pasan a cobrar en la misma
taquilla y se van juntos de rumba a meter vicio o a beber cerveza.
El grado de cultura de un parlamento es sin
duda un termómetro de la media del pueblo que representa. El debate
parlamentario actual en Colombia no es la versión moderna del foro democrático
griego, pero sí del salvaje circo romano.
Hoy los cuerpos colegiados se convirtieron en
escenarios donde todo tipo de impostores distraen a los medios y a la opinión
pública, con insultos y escándalos, mientras liban del erario, y los únicos que
salen perdiendo y engañados somos quienes tributamos con cargo a nuestro propio
pecunio: empresarios y asalariados privados. Flaco favor le presta al
desarrollo de la sociedad.
¿Está la fútil problemática partidista,
entrampada y dominada por prácticas clientelistas?
La convivencia democrática asociada a la
legalidad constitucional, operada por partidos serios y éticamente
estructurados sobre conceptos ideológicos compatibles con los principios de
libertad y orden, en lo corrido de este siglo, degeneró en feudos partidistas
netamente clientelistas, lo cual a su vez redunda en un deterioro del capital
humano que gestiona la cosa pública.
En un corto tiempo, un país que históricamente
era bipartidista pasó a tener 15 partidos, y hoy hay 36 grupos políticos
validados para participar en los comicios, todo un gran bazar clientelista.
Al volátil inmediatismo mediático, propio de la
explosión digital actual, se suma una notoria irresponsabilidad por el fichaje
clientelista que tiene infectados a todos los partidos, bajo el control de
quienes otorgan los avales que representan una patente de corso contra el
erario, sin que existan filtros, estándares éticos o de idoneidad diferentes al
padrinazgo metálico de contratistas que prepagan campañas.
Hoy son los aspirantes a cargos de elección
popular los que deciden a qué bando se arriman a pedir el aval. Son ellos los
mismos artistas del transfuguismo que aparentan mudar de plumaje antes de los
comicios, cuando en realidad, solo se cambian el disfraz y el maquillaje, y el
país vuelve y paga para ver el mismo lacónico espectáculo interpretado por los
mismos payasos.
No podemos seguir consintiendo como sociedad
que se avalen candidatos a cualquier posición pública, por roscas o cooptación
clientelista. Hay que exigir que los partidos formen y fichen sus candidatos,
como se hace en los equipos profesionales de ciclismo o de fútbol, en la
selección Colombia o en el mundo corporativo.
Y como no pasa nada si inflan o falsifican la
hoja de vida, se debe exigir que les hagan primero todo tipo de exámenes para
comprobar su salud física y mental, sus valores y principios, sus aptitudes,
capacidades, su potencial, y que les hagan firmar costosos condicionamientos de
rendimiento y conducta.
Aquí tristemente la selección de los jugadores
de los partidos y del equipo que gobierna el país, resulta compuesta de una
nómina mediocre mezclada con cafres y oportunistas.
La política local, es como en las películas de
terror donde los malos nunca mueren, y siguen controlando todo los mismos
actores desgastados y algunos imberbes muñecos que se presentan a las
elecciones sin preparación alguna, para responder por el encargo de
representación popular.
Para que la gente engañada por el populismo y
el comunismo lo tanga claro: vivimos en una cleptocracia remolcada por el
resentimiento y el abuso de unos pocos, en la que, la promesa de cambio
consiste en que los que llegaron al poder están pasando de ser “pobres” a ser
“ricos” a cuenta de los impuestos, los ahorros, las pensiones y la salud de los
que trabajan por un salario digno y de los empresarios que han puesto sus
capitales al servicio de la economía nacional, del desarrollo y la generación
de empleo en este país.
¿Cómo crear políticas de Estado sensatas para
salir del círculo vicioso del ejercicio politiquero?
Lo primero es entender que las revoluciones
destruyen, las transformaciones construyen sobre lo edificado, y que pocas
campañas electorales predican continuidad, muchas hablan de cambio, cuando los
cambios ideológicos sólo representan la continuidad en el enriquecimiento de
pocos, a cuestas del empobrecimiento de la mayoría.
No podemos seguir sin que nos importe cómo se
forman las políticas de Estado. No debemos vivir resignados a que la dirigencia
política legisladora siga cómoda dilapidando presupuestos con su ineficacia, y
en franco retroceso frente al avance de la ciencia y las nuevas tecnologías.
Si algo está claro es que, a lo largo de la
historia de nuestra civilización, no han existido cambios ni transformaciones
que no se hayan originado en un avance tecnológico, y todas las revoluciones
que se refieren al control del Estado sobre las libertades ciudadanas sólo han
destruido tiempo, valor, familias y vidas humanas.
Por ejemplo, si le cambiamos el sistema
operativo a un computador por uno no compatible, no podremos conectarnos ni
comunicarnos. Pues si cambiamos el sistema de libertades y garantías sociales y
económicas, compatible con la generación de capital privado dentro de la
economía doméstica, el Estado deja de ser confiable, no es compatible ni les
sirve a los negocios que generan el dinero y pagan los impuestos, para que la
sociedad prospere y se desarrolle.
En esta era del conocimiento, el deber ser debe
estar respaldado por lo cuantitativo y por el compromiso del Estado de
garantizarle bienestar a los ciudadanos, por medio de políticas de Estado
sostenibles, que no estén supeditadas a discusiones dialécticas e ideológicas
improductivas que polarizan y encubren agendas sectarias e intereses
personales, con la llegada de cada elección.
Hoy todos vemos cómo, tras la elocuencia con
que se enuncia la falsa narrativa populista, se ocultan las falencias del
mentiroso discurso autocrático o totalitario contra el capital, los bancos, las
industrias energéticas y extractivas debidamente tecnificadas, contra los
falsos terratenientes agropecuarios que aún tenemos negocios al sol y al agua
en este trópico infernal, y contra quienes por generaciones hemos creído e
invertido en el país, generando empleo al crear grandes empresas, pequeños y
medianos emprendimientos, comercios, servicios y producción industrial.
El poder, como el licor, emborracha y todo
trono burocrático tiene una válvula que le infla el ego y la vanidad, al que lo
ocupa. Pero el manejo de la cosa pública es asunto delicado, que solo produce
buenos resultados cuando se conduce con sensatez, conocimientos, preparación,
humildad, y sabiendo seleccionar los mejores equipos profesionales en cada
ramo.
Gobernar una nación es una cuestión seria, que
requiere personas de principios sólidos y honorabilidad inquebrantable, no
admite demencia, indolencia, arrogancia, ineptitud, payasadas, estupideces,
mediocridad, ni equivocaciones, pues la factura de su costo va directo a toda
la sociedad y la seguirán pagando las generaciones futuras.
En un Estado de derecho funcional, resulta
totalmente inaceptable que un jefe de Estado o su gabinete, utilicen medios de
comunicación digital para amenazar y amedrentar al poder judicial y a la misma
libertad de expresión de manera camorrera o mafiosa, y que ignorando que se le
deben a todo un pueblo por igual, se dediquen a comprar conciencias en el poder
legislativo y a engañar al ciudadano mediante narrativas ideológicas falaces
tras las que esconden intereses de fama y enriquecimiento.
Por último, es crítico que se comprenda que la
exégesis de la Constitución, nada tiene que ver con los trastornos ideológicos
enmascarados en la demagogia populista, es asunto de la rama judicial que es la
que tiene el mandato de resolver en derecho. No es competencia del jefe de
Estado, quien es solo un servidor público con el encargo temporal de defender
la Carta, en los mismos términos en que juró hacerla cumplir.