Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Me
han preguntado sobre cómo me fue en la Semana Santa y obviamente por mi
condición no puedo decir que estuve de vacaciones, paseando, sino que combiné
mi trabajo de oficina, que tenía muchas cosas pendientes, con la posibilidad de
colaborar en el templo que tenemos contiguo a donde vivo.
Y
lo mejor de esta religiosa semana no fue ni las iglesias llenas, ni las
ceremonias bonitas, ni las prédicas conmovedoras, ni monumentos creativos, sino
que después de estos tiempos largos de pandemia y de estrictas medidas de
aislamiento, pude sentarme a ofrecer el sacramento de la reconciliación, ese
mismo que llamábamos de la penitencia y luego de la confesión.
Al
menos donde yo estuve, no tuve las largas filas de los viejos tiempos en que estaba
cinco horas seguidas en un confesionario. Esta vez fueron solo dos horas, con
menos gente, pero que sentí que, cualitativamente hablando, no eran asuntos de
trámite para un buen ejercicio de lavandería de conciencias, sino que eran diálogos
profundos, en encuentros emotivos de las personas consigo mismas y con Dios, en
el que apenas yo era un instrumento, literalmente mediador. Experiencia realmente
maravillosa.
Sin
duda alguna, este sacramento no es fácil ni para la gente, ni para uno como
sacerdote. Muchos lo cuestionan de fondo: “¿por qué tengo yo que contarle
mis pecados a otra persona que puede ser tanto o más pecadora que yo?”, “no
he vuelto porque uno va a buscar paz y sale regañado” … no les falta razón.
Y lo que hacen algunos es que cambian el cura por un psicólogo, terapeuta o
psiquiatra, para poder hacer lo mismo, desahogarse, descargarse humana y emocionalmente
hablando. Luego el que acude a un presbítero de la Iglesia, le asiste un
componente que no se les puede pedir a todos: fe. Fe en Dios, fe en sí mismo, fe
en una Iglesia efectivamente tan divina y santa como humana y pecadora.
Por
eso fue tan grata la experiencia, porque fue un ejercicio totalmente libre,
donde fueron quienes quisieron hacerlo. Porque no fue un recitar monótono de
las mismas e infantiles fallas de siempre: “digo mentiras, digo groserías,
no le hago caso a mis papás…”, sino que supuso una reflexión previa, una
conciencia profunda de finitud y labilidad, un arrepentimiento sincero, un
propósito de mejora, una esperanza grande en la ayuda de Dios, una sensación de
paz profunda, un sentirse acogidos misericordiosamente por un Padre que no es
juez implacable, vengador justiciero, sino ese amor típico de Dios que se
inclina para levantar al caído, reponer al enfermo, consolar al triste y
abatido, animar al mejoramiento continuo y a una mejor calidad de vida.
Nada
más bello que ver llegar un rostro demacrado, apenado, confuso, algunos en
lágrimas y al final ver salir rostros alegres, liberados, optimistas, saneados,
agradecidos. Ese mismo rostro de Dios alegre porque ha vuelto el hijo necio, se
ha recuperado la oveja perdida, se ha encontrado el talento extraviado. Sin
duda alguna, la reconciliación es el sacramento del amor y la misericordia, y
es verdad que es uno como cura quien sale más reconfortado espiritualmente al
ser testigo del actuar del amor de Dios en las personas, ser instrumento en sus
manos para facilitarlo y sentirse llamado también a ser mejor ministro de su
Iglesia. Todo un don, una Gracia de Dios.