Epicteto el opinador
Se dice que un
Estado ha colapsado cuando deja de cumplir las funciones esenciales para las
cuales fue constituido: garantizar las libertades y los derechos de sus
habitantes; proveer a su seguridad personal y la de sus bienes; administrar
justicia en los conflictos entre la población o entre esta y las autoridades;
disponer de un sistema de salud y de seguridad social para ayudar a la gente en
sus enfermedades o en su vejez; prevenir y castigar las conductas criminales
que afectan a la sociedad y a sus componentes; facilitar la actividad económica
y la generación de empleo en beneficio de la población, y aplicar los recursos
públicos a la solución de las necesidades de los gobernados.
Sin el cumplimiento
de esos fines básicos no se justifica la existencia del Estado ni la cesión por
parte de la ciudadanía de una parte de sus libertades y derechos en favor de la
camarilla que pretenda suplantar la organización estatal, como ocurre ahora en
Colombia.
Comenzó el actual
régimen sobre la base de unas espurias elecciones que presentaron el mayor
número de irregularidades e inconsistencias de nuestra vida democrática, las
cuales no fueron revisadas gracias al contubernio entre la Registraduría, el Gobierno
de turno, los organismos de control y el poder judicial. ¿Dónde quedó el
derecho al sufragio?
Bastó un solo
semestre para que los avances democráticos e institucionales construidos por
nuestros antepasados en más de 2 siglos de vida soberana fueran desmoronados
por la izquierda radical entronizada espuriamente en el poder, con la
complacencia de los dirigentes llamados “de centro”. Se atribuye a José Antonio
Primo de Rivera la afirmación de que “En general, los partidos centristas
son como la leche esterilizada, no tienen microbios, pero tampoco vitaminas” (De
Foxá, Agustín, Madrid de corte a ckeka, Ediciones de Orientación Española,
1942, pag.171). Con la salvedad de que, entre nosotros, esos partidos han
estado contaminados por los microbios de la corrupción, el encubrimiento del
delito y la cobardía.
Ahora sufrimos los
colombianos la inseguridad física y la de nuestros haberes en una sociedad al
servicio del narcotráfico, el crimen organizado y el vandalismo.
Se han borrado los
límites entre las ramas del poder y, desde el Ejecutivo se ordena la libertad
de los terroristas y el cese a la erradicación de la coca, y ahora se anuncia
la eliminación de los delitos del código penal para “disminuir la criminalidad”.
Nuestro sistema de
salud, catalogado como uno de los más eficientes del mundo será despedazado
para entregar la atención de los colombianos al Estado botarata y corrupto que
conocemos.
Los ahorros que los
trabajadores guardan para su pensión de vejez serán arrebatados por la tiranía
comunista que no respeta ni la Constitución ni el sentido común.
Se incrementan los
impuestos, aumenta la inflación, pierde valor nuestra moneda como nunca en toda
nuestra historia, se ahuyenta la inversión, se prohíbe la explotación petrolera
que representa el 30 % de nuestras exportaciones y se exprime el presupuesto
nacional con gastos absurdos para conducir al país a la mayor hecatombe
económica que se pueda imaginar.
Se fomenta desde el
discurso gubernamental el odio de clases y se persigue a los generadores de
empleo para cumplir el objetivo comunista de empobrecer a toda la población
para que pase a depender de los subsidios estatales, las cartillas de
racionamiento o las cajitas de alimentos. Se sigue a raja tabla la consigna del
guerrillero-presidente: no permitir que los pobres dejen la pobreza porque se
vuelven de derecha y no los podremos controlar.
En esta coyuntura
vale la pena convocar a los colombianos a actuar conforme a la macabra realidad
que nos agobia. No podemos seguir siendo complacientes con este triste estado
de cosas ni pretender que ignoramos lo que nos pasa. Recurro a Marco Aurelio
para insistir: “Es terrible, en efecto, que la ignorancia y la excesiva
complacencia sean más poderosas que la sabiduría (Meditaciones, pag. 105)
Pero actuar no es
simplemente reenviar mensajes por el celular o llorar sobre la leche derramada.
Tampoco podemos sentarnos a esperar que ocurra un hecho milagroso que nos salve
de esta larga noche. No caigamos en la ingenuidad de pensar que los políticos que
nos condujeron a esta infernal coyuntura nos salven en las próximas elecciones.
O que, mediante un golpe militar, cesen todos los males que afligen a nuestra
sociedad. No esperemos milagros, seamos nosotros mismos el milagro que necesita
Colombia.