Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Les
escribo estas líneas desde Bucaramanga a donde he venido a una reunión de 70
personas, entre jesuitas y laicos, convocados por nuestro Provincial, para
reflexionar sobre lo que llamamos “nuestro modo de proceder”, una expresión
propia nuestra para denominar los rasgos característicos de lo que en otras
organizaciones se llamaría identidad corporativa.
La
dinámica comenzó preguntando a cada uno la descripción de su modo de proceder,
luego por binas y finalmente por grupos. Lo realmente interesante fue constatar
que a pesar de provenir de ciudades y trabajos diversos, tener edades
diferentes y ser todos muy distintos, finalmente hubo coincidencias muy evidentes,
lo que hizo confirmar que compartimos un mismo ADN, tenemos un lenguaje común,
hay temas que nos resultan ineludiblemente vinculantes, que existe una empática
sintonía, que hay un talante, una identidad corporativa que se ha ido ganando más
por ósmosis que no por jornadas motivacionales.
Pero
quizás lo más relevante de todo esto es constatar que el origen y fundamento de
todo esto se basa en una genuina experiencia fundante de carácter espiritual,
esto es, del Espíritu, que regala sus carismas y dones por doquier, es decir, a
cada uno de nosotros de manera tan diversa como rica. En nuestro caso, Ignacio
de Loyola quiso compartir con otros su experiencia de los Ejercicios
Espirituales y esta gustó tanto que su legado se ha multiplicado después de
cuatro siglos a cientos de miles de personas en todo el mundo.
Ahora
se entiende mucho mejor por qué los jesuitas somos como somos, por qué Dios es
nuestro principio y fundamento; Jesús es el centro de nuestra existencia; el
discernimiento se constituye en nuestra herramienta de trabajo misional para
buscar y hallar lo que Dios quiere de nosotros; el sentido de cuerpo logra la
unidad en la diversidad; la mayor gloria de Dios es el propósito; la libertad
de espíritu nos impulsa a adaptarnos a tiempos, lugares y personas, y a no
anquilosarnos para poder discurrir cual peregrinos por este mundo; la
contemplación se realiza al tiempo con la acción y en esta acción cotidiana se
descubre la presencia de Dios; porque amar y servir es el lema de un amor que se
pone más en las obras que en las palabras, entre otras muchas características.
Finalmente,
resulta consolador palpar que la espiritualidad ignaciana, motor de ese modo
nuestro de proceder, es un patrimonio no exclusivo de los religiosos jesuitas,
sino que es un tesoro compartido con muchos laicos, hombres y mujeres, con
quienes se vibra al unísono dando por descontado la enorme pluralidad que nos
caracteriza también. Una experiencia, mis queridos lectores que, sinceramente, vale
la pena vivir.