Por: Félix Alfázar González Mira*
Se repite en los ciclos de la
historia de Colombia el tema de la Reforma Agraria. Experiencias van y vienen
desde la conformación de la república hasta nuestros días. Con excepción de la
ley 200 de tierras del gobierno de López Pumarejo, ninguna es digna de repetir
por sus pobres resultados.
El desplazamiento campesino a las
ciudades ocasionado por la violencia liberal-conservadora de las décadas del 40
y 50 representó un acaparamiento de la tierra por parte de los llamados
gamonales locales.
La creación del Instituto Colombiano
para la Reforma Agraria, Incora, en los años 60 generó expectativas en las
comunidades campesinas donde el Estado se convirtió en el gran comprador de
esos bienes inmuebles rurales. En muchos casos, grandes haciendas productivas, al
parcelarlas y entregárselas a campesinos frenaron su ciclo productivo generando
ruina en las regiones que pretendían alentar en su desarrollo. En otros
eventos, grandes extensiones de tierras productivas quedaron divididas en manos
de familias campesinas que se asentaban en un rancho de zinc en medio de
precarias matas de plátano y yuca. Significó la pobreza bastante bien
distribuida cuando se pretendía era lo contrario, distribuir equitativamente la
riqueza.
En la década de los 90 y principios
del 2000 se presentó otro desplazamiento de población rural hacia las ciudades
producto del avance de las guerrillas en la ocupación del territorio rural y la
respuesta paramilitar para competirle por tierras, bienes, poder político y
económico a aquellas; generando otra ocupación de los territorios por nuevos
dueños que a fuego, amenazas y ayudas veladas de alguna institucionalidad se
convertían en propietarios. La ley de víctimas es la respuesta a estos
episodios.
Muchos tememos que el ciclo de la “incorización”
lo volvamos a repetir en esta década cuando el Estado pretende nuevamente ser
el gran dinamizador del intercambio de bienes rurales, al adquirir fincas y
haciendas productivas a unos precios razonables del mercado de tierras y no
tener recursos e institucionalidad suficientes para hacerlas ciertamente
productivas. Se corre el riesgo de convertirlas en improductivas adornadas con
covachas habitadas por campesinos ansiosos de prosperidad pero impotentes de
hacerlo en atención a que el esfuerzo económico se destinó a la adquisición del
predio.
Un medio de comunicación resaltó el
encuentro del presidente Petro con el delegado de Corea de Sur en la posesión
del presidente del Brasil de la siguiente forma.
” En la reunión, que también
contó con la presencia del canciller Álvaro Leyva y la ministra de Ambiente,
Susana Muhamad, Petro resaltó la capacidad histórica que ha tenido ese
país para tecnificar el campo y adelantar sus propias iniciativas agrarias.
Con base en ese reconocimiento, se acordó un impulso a la ejecución de este
proyecto que también abarcará la compra de tierras a organizaciones como Fedegán”.
Resaltado mío.
Pues bien, tratemos de diseñar entre
nosotros nuestras propias iniciativas agrarias acudiendo a nuestra cultura,
costumbres, tradiciones y experiencias buenas, regulares y desastrosas.
La aparcería, el arrendamiento
temporal, el descuaje del rastrojo (dicen para “civilizar” la tierra), el
ganado al partir o a medias, el canon mensual por cabeza de ganado, el préstamo
de uso de un porcentaje de la hacienda, la concurrencia de esfuerzos de
diferente naturaleza hacia el predio (experiencia ancestral en la ladera
colombiana en la producción de caña panelera con los “cosecheros”), arreglos
cooperativos exitosos, uniones de pequeños inversionistas para utilizar
conjuntamente el medio de producción o bienes de capital hacia las economías de
escala; en fin en otras latitudes de Colombia hay diversos tipos de relación
entre las gentes y la tierra.
Los resguardos indígenas con las
etnias y la ley 70 con las comunidades negras poseen millones de hectáreas y no
tienen, necesariamente, una relación de producción empresarial o de oferta de
bienes agrícolas a los mercados. La Ley 70 de 1993 reconoce la propiedad
colectiva de la tierra de las comunidades afrocolombianas que históricamente
han habitado en un territorio. El espíritu de esta se basa en un principio
fundamental de la cultura negra y es el de la propiedad colectiva de la tierra.
Cada región de la patria tiene su
singular historia en el desarrollo agrario. Aprovechar todas esas variopintas y
diversas experiencias para alentar ciertamente el desarrollo del campo es el
mejor cumplimiento al primer punto del acuerdo con las FARC. No necesariamente
comprando tierras para una población rural crecientemente disminuida se logra
el objetivo. Colombia es ya un país urbano y esfuerzos ingentes habrá que hacer
para retornarlos a la ruralidad con resultados inciertos.
¿Por qué no pensar entonces en
figuras nuestras que involucren todo ese conocimiento ancestral para hacer
desarrollo agrario dónde todos ganen? Por supuesto que la compra directa de
tierras en algunas regiones puede consultar las realidades socioeconómicas y
culturales de las mismas, como el arrendamiento o leasing agrario con opción de
compra puede consultar esas realidades en otras.
Un proyecto productivo bien
planificado de bienes con destino a la exportación es garantía y tranquilidad
para el propietario que arrienda su tierra por un tiempo. Los 20 millones para
adquirir el predio es capital suficiente por hectárea para sacar adelante el
emprendimiento que generará excedentes hacia la compra futura del predio.
Igualmente, con productos para el mercado interno que aseguren la alimentación
de los colombianos.
Se me dirá que ello es para
sociedades premodernas, que es un planteamiento de derecha. La academia
señalará que es regresar al feudalismo con un planteamiento atrasado, los
teóricos marxistas no les gusta porque no alienta el desarrollo de las fuerzas
productivas en el campo cada vez más deshabitado. Todo ello es ideologización
de propuestas que consultan todo un acumulado histórico, de costumbres,
culturas y prácticas ancestrales que han conformado históricamente el campo
colombiano.
Volveremos sobre el tema.