Por Pedro Juan González Carvajal*
La educación superior en
el planeta vive, después de la pandemia, uno de los momentos más complejos de
su historia. Y no es que los hábitos de los humanos, especialmente de los
estudiantes actuales o potenciales haya cambiado, así como los de los docentes,
sino que existe un replanteamiento con respecto a la justificación de invertir
casi un lustro de vida para prepararse en algún área de conocimiento sin que
ello asegure oportunidad laboral alguna, frente a otras alternativas válidas
como obtener rápidas certificaciones en temas puntuales que permiten un rápido
y rentable acceso al mercado, al menos de manera temporal y trabajando bajo la
figura de proyectos.
Sin embargo, existen
causas objetivas que dificultan el desarrollo apropiado de este nivel de
educación por estas latitudes.
Sea lo primero, la
indeterminación generalizada del tipo de ciudadano que estos países quieren
formar y la falta de definición en términos económicos de cuál es o cuáles son los
sectores estratégicos que apalancarán su actividad económica en medio de un
mundo completamente globalizado. Si esto no está claro, hablar de investigación
y de pertinencia será una quimera.
Lo segundo es la
inexistencia de un reconocible sistema de educación que sepa articular los
diferentes niveles educativos desde la formación básica, la formación
secundaria y la educación superior. La educación superior sostiene que los
insumos que recibe son estudiantes mal preparados desde la primaria y
secundaria, mientras que los responsables de estos niveles sostienen lo
contrario.
Lo tercero, la
imposibilidad práctica de reconocer y tratar a la educación como un derecho
fundamental que debe garantizar que todos los niños, los jóvenes y los adultos
tengan las mismas posibilidades y el acceso real a una educción oportuna,
pertinente y de calidad, lo cual lleva a que la iniquidad nazca desde las
propias aulas escolares al no poder garantizar que, en cualquier parte de los
territorios, la educación dada al estudiante por maestros idóneos sea de igual
calidad. Reconociendo las diferencias estructurales, la educación rural y la urbana
deben converger en objetivos comunes.
Lo cuarto, la discusión
presentada como bizantina pero sesgada por un condicionante político con
relación a la distinción que se hace entre la educación pública y la educación privada,
sin haber podido superar el hecho que la educación es un servicio público
prestado por distintos tipos de agentes, respaldado lo anterior por una
legislación y una normatividad voluminosa y casi siempre anacrónica. Los
discursos políticos se enfocan casi siempre en el aumento de la cobertura y el
mejoramiento de la infraestructura.
Lo quinto, la dificultad
para configurar autoridades educativas modernas que sepan manejar simultáneamente
lo administrativo –profesores, infraestructura, logística y medios entre otros
ingredientes– y lo pedagógico –el currículo, lo curricular, la evaluación, la
capacitación de docentes, entre otros variados aspectos–. No necesariamente los
administradores saben de educación, ni los educadores saben de administración.
Lo sexto y como resultado
de lo reflexionado en algunos de los puntos anteriores, el manejo de
estereotipos bien intencionado que exigen de la educación superior, de la
docencia, la investigación y la extensión como las actividades fundamentales y
estructurantes de todo el proceso, muchas veces sin tener en cuenta ni respetar
las diferencias geográficas, biodiversas, socio económicas, multiculturales y
políticas de los habitantes que se asientan en los distintos territorios.
Lo séptimo, la pérdida de
reconocimiento y valoración social de la profesión de maestro socaba uno de los
pilares con los cuales se ha construido la sociedad moderna, en compañía de los
jueces, los policías y en algunos lugares, los sacerdotes. Lo anterior ha
llevado a no tener el suficiente personal docente debidamente capacitado, la
dificultad de contratar personal idóneo de tiempo completo, la necesidad de
recurrir a profesores de cátedra, y muchas veces entender que la profesión de
maestro se entiende como marginal y que, además, sirve de escampadero mientras
se consigue una actividad laboral más estable.
Lo octavo, hay que
reconocer que lo que estamos viviendo y de lo cual somos testigos y partícipes
directos es un cambio de época o una época de cambio donde el vector
direccional es el vertiginoso desarrollo de la tecnología en todas sus facetas.
Lo noveno, el mundo actual
es un mundo volátil, incierto, complejo y ambiguo, donde se hace necesario que
sea desarrollada para el estudiante, a través de los procesos educativos, una
verdadera conciencia geográfica e histórica.
Por último, en décimo
lugar, hay que reconocer que vivimos en un entorno donde las comunicaciones nos
atosigan de manera multidireccional y donde los medios nos inundan de
contenidos permanentemente, generando sensaciones de la existencia de múltiples
realidades, donde la intimidad, el derecho a la información, la reserva, la
ética y la legalidad se encuentran ante unos descomunales desafíos.
En fin, la Universidad,
así con mayúscula y en singular, desde Bolonia hasta nuestros días, es una
institución milenaria y seguro seguirá existiendo, pero en su actual situación,
debe replantearse para que su impacto siga siendo el que la sociedad requiere.