Por: Epicteto, el opinador*
Cuatro fueron las
causas inmediatas que identificamos del desastre que vive Colombia: 1)
Monumental fraude electoral. 2) Soborno de proporciones mayúsculas mediante la
compra de votos. 3) Engaño a la población con el trasnochado mensaje de lucha
de clases. 4) Incapacidad absoluta de la dirigencia política para evitar la
hecatombe anunciada.
Pero tales
circunstancias no se presentaron súbitamente. Por el contrario, fueron fruto de
un proceso de descomposición que agobia al país desde hace tiempo. Denunciado
por unos pocos escritores armados sólo de coraje, pero ignorados olímpicamente
por las clases dirigentes tanto del país “político”, como del país “nacional”.
Comencemos por el
fraude en favor del candidato de la izquierda radical, el aliado de las FARC y
del santismo. Desde hace varios años viene controlando esa diabólica
alianza tanto al Congreso como a las altas Cortes. Recordemos cómo, mediante
una burda proposición, sus mayorías desconocieron la voluntad del pueblo en el
referendo que negó su aprobación a los acuerdos de La Habana. Su poder sobre la
Corte Constitucional se manifestó cuando este órgano supremo le dio su aval a
semejante asalto a la democracia, argumentando que el proceso del referendo
podía continuar en el Congreso. Semejante prevaricato habría bastado para
cerrar definitivamente ese antro de corrupción y devolver a Colombia el estado
de derecho y el libre ejercicio de la democracia.
Por supuesto, el
sistema electoral ha sido sometido a la voluntad del farc-santismo y de
la extrema izquierda desde entonces. El manejo del proceso electoral ha sido
entregado a una conocida empresa vinculada estrechamente a Juan Manuel Santos,
quien ha pertenecido a su Junta Directiva y, como presidente de la República,
invitó a los propietarios de esta para que lo acompañaran en la visita oficial
que hizo a la Reina de Inglaterra. No les pareció suficiente y, para estas
cruciales elecciones se contrató, además, una firma amiga de gobiernos
comunistas, con un software que ni fue probado ni permitió ser auditado
externamente.
No ha existido en
toda nuestra historia democrática un proceso electoral con un mayor número de
irregularidades denunciadas, sin que se tomasen las necesarias medidas
correctivas. Tanto el presidente de la República, como las autoridades
electorales y los organismos de investigación judicial se negaron
sistemáticamente, como si existiera un poderoso acuerdo entre ellos, a
practicar un nuevo conteo en las mesas que habían sido señaladas con resultados
fraudulentos.
De todos es
conocido el origen guerrillero del triunfador en las elecciones. Su afinidad
con el ELN y las FARC ha sido manifiesta y no requiere mucha explicación.
Asimismo, su proximidad con los capos del narcotráfico, a quienes el farcsantismo
y la extrema izquierda vienen favoreciendo desde la firma del espurio acuerdo
de La Habana y ahora con la suspensión de la fumigación de los cultivos
ilícitos. Súmese a lo anterior, el respaldo obtenido de los corruptos detenidos
a quienes se les solicitó en la cárcel su apoyo a la candidatura del
guerrillero. Allí tenemos el origen de fondos que ni siquiera el Estado podría
igualar para la compra de las conciencias de sufragantes, manejadores de
opinión y funcionarios electorales.
Por supuesto,
detrás de este sucio entramado aflora la naturaleza corrupta de nuestro sistema
democrático, la inoperancia de nuestros partidos políticos, la desvergüenza de
quienes se hacen elegir para obtener inmerecidos privilegios olvidando los
intereses de la patria. En suma, tenemos un sistema que no nos representa y
sólo sirve a las oscuras camarillas que nos gobiernan.
Parecido origen
tiene el acompañamiento logrado por las trasnochadas tesis del
marxismo-leninismo. Fue nuestra clase dirigente la que permitió durante años el
adoctrinamiento de la juventud por parte de un sindicato comunista de maestros.
Se ha proscrito la enseñanza del evangelio en contra de las creencias
mayoritarias de nuestro pueblo, para instaurar la enseñanza del comunismo ateo,
la ideología de género, el derecho al aborto y demás prácticas destructoras de
la familia como institución básica de nuestra sociedad. ¡Hoy presenciamos
impávidos cómo se queman iglesias sin que la autoridad intervenga, mientras se
sigue adorando la imagen de un asesino como el Che Guevara!
Ni qué decir de la
responsabilidad que cabe a la clase dirigente en este catastrófico resultado. Llevamos
más de una década cohonestando desde el poder el materialismo de la extrema
izquierda, patrocinando por acción u omisión el funesto negocio de la cocaína, permitiendo
una perversa formación de nuestras juventudes, conviviendo con la corrupción sin
adoptar drásticas medidas para su eliminación, alimentando el envenenado poder
judicial y legislativo, mientras olvidamos las verdaderas necesidades de
nuestras gentes.
No es un problema
de la derecha como algunos piensan. Aquí nunca ha existido un partido de
derecha. Las colectividades tradicionales han permanecido en la línea de
partidos demoliberales, ahora movidos únicamente por apetitos burocráticos y
presupuestales, no ideológicos. Tampoco confundamos al Centro Democrático con
la derecha. En sus comienzos defendieron algunos principios de derecha como
eran la seguridad o la defensa del estado de derecho. Luego se olvidaron de la
lucha contra el espurio acuerdo de La Habana, eligieron un presidente que se
encargara de implementarlo sin exigir nada a cambio, y ahora propugnan, con
algunas honrosas excepciones, por una oposición “constructiva” con un gobierno
que sólo quiere destruir al país.
Hay que buscar con sabiduría,
no movidos por la pasión, el fondo de nuestra problemática, no nos quedemos en
lo superficial. El fondo está, ni más ni menos, que en nuestro fallido sistema
político. Tenemos que buscar con inteligencia un nuevo sistema que nos
represente a todos, que elimine la corrupción política que ha destruido todo lo
que toca, y que nos permita construir un nuevo país que respete a Dios, la patria
y la familia. Quizás teníamos que tocar fondo para despertar a esta cruda
realidad. Ahora corresponde el turno a nuestro sentido del deber y a nuestra inteligencia
porque, como dijo Aurelio: “la inteligencia derriba y desplaza todo lo que obstaculiza
su actividad encaminada al objetivo propuesto, y se convierte en acción lo que
retenía esta acción, y en camino lo que obstaculizaba este camino”[1].