Por: Luis Guillermo Echeverri Vélez
Como dice la canción, aquí, lo que pasa es que la banda
está borracha. Lo que nos pasa en la Colombia del tal cambio, es que el cambio
ni es serio ni guarda coherencia alguna con la necesaria suma o añadidura
constante de valor que demanda el manejo socioeconómico de las naciones en vía
de desarrollo.
En una orquesta, en las grandes corporaciones y entre ellas
los gobiernos, los congresos, las cortes, las entidades de control y los
gremios como instituciones que representan la sociedad, en las empresas y en
todo equipo de trabajo, para poder funcionar bien y de manera armónica, se requiere
en la dirección una cabeza bien puesta, con experiencia, conocimientos,
cordura, sensatez, objetividad, disciplina, honradez y sentido común.
Solo así puede comportarse quien dirija o conduzca una
orquesta, un Estado, cualquier corporación pública o emprendimiento privado, de
modo que funcione y progrese produciendo buenos resultados.
Hasta el circo más humilde necesita de un buen director,
que, con coherencia y conocimiento, organice los artistas, trapecistas,
animales y payazos y dirija sus funciones.
Esta sociedad, empezando por quien hoy la conduce y
siguiendo con todos los nuevos músicos y con los líderes políticos y gremiales,
tiene el mismo problema mental de negación del adicto. Está borracha y
desconoce con disculpas y engañándose a sí misma, la cruda realidad.
El comunismo y los populismos están tan revaluados, como
los buenos efectos en el desarrollo de la libre personalidad del consumo de
sustancias adictivas que alteran la mente y el comportamiento humano.
Lo anterior lo demuestran los enunciados, las
contradicciones y las nuevas medidas en todos los matices de una administración
Estatal, anunciadas todas sobre variaciones de 180 grados en el rumbo que traía
la nación, sean en materia económica, de seguridad ambiental, energética,
alimentaria, impositivas o sobre la inestabilidad y relatividad de la propiedad
privada.
Algunas ya son una realidad, como el pago de los acuerdos
con el hampa con que el gobierno del tal Pacto Histórico, sin reparo alguno,
dio de baja a cincuenta oficiales militares de alto rango, para cauterizar
cualquier posibilidad de intento de golpe de Estado.
Hay otras medidas que están en el aire pegadas de toda
suerte de anuncios mediáticos de cambio, que va uno a ver, y no se pueden o no
se deben implementar sin desconocer un gran efecto destructivo y
desequilibrante.
Hoy más que nunca, hay tremendo desconcierto en la
sociedad, que no encuentra como poder bailar al son de una banda que está
borracha.
En tan solo tres semanas de gobierno, no cabe duda, se está
consolidando el concubinato social con la impunidad como negación abierta de la
importancia de la legalidad, y se afianza cada vez más tangible e inmanejable,
el hecho de convertirnos en una autocracia y en un narcoestado.
Entendamos que este problema no es sencillo ni fácil de
conjurar sin entrar en estados de crisis absoluta, pues por la traba mental
permanente que nos domina no hay pleno uso de las facultades y se distorsiona
el debido entendimiento de lo que debe ser y lo que no le conviene a la
sociedad.
Al adicto no se le lleva a la recuperación o a que elija
definitivamente la perdición y un camino más rápido a la autodestrucción, hasta
que no pierde todos los medios económicos para poder seguir pagando el vicio,
así sea robando o a costa de la miseria de los demás.
Sin una aceptación sincera y cultural del problema no hay
modo de salir del gran remolino en que nos metimos. Triste decirlo, a la
sociedad al igual que al adicto le pasa otro tanto. Si no media tratamiento y
este no es riguroso y estricto en materia de legalidad, cada vez la negación y
la intoxicación es mayor.
Al narcoestado le pasa lo mismo que al socialismo del siglo
xxi. Y se manifiesta en la perdición de las instituciones a cuenta de su
negación al reconocimiento de la presencia de las formas corruptas, ilegales e
inconstitucionales que lo dominan. De ahí la necesidad actual de cambiar
constantemente las constituciones.
Duele saber que será más difícil curar esta sociedad y
sacarla de su negación y adicción a la corrupción, la ilegalidad, la droga y a
la violencia, mientras el consumo de cocaína, de mariguana, de pastillas
alucinógenas y de alcohol sigan aumentando; y mientras la impunidad siga
amparada por el apego a la permisividad social, por la complacencia de las
autoridades con el crimen organizado, y mientras los efectos positivos de la
recuperación económica lograda por el país en el gobierno anterior sigan
generando crecimiento.
Tristemente vendrá el guayabo después de la borrachera. Que
una economía sea sostenible demanda un manejo ortodoxo de las finanzas, ahorro,
austeridad y sacrificios. Continuidad, confianza y estabilidad en el tiempo; de
lo contrario lo que empiezan a hacer los populistas, intervencionistas y la anti
economía de libre mercado, es quitarle el cuido a las vacas que más dan y
terminan arruinando la productividad del establo.
En Colombia hay una gran mayoría de gentes ingenuas, buenas
y trabajadoras, pero hay también un puñado de incorregibles y perniciosos
sinvergüenzas, dedicados a toda suerte de actividades delictivas, a quienes hoy
quiere indultar el Estado sin que se sepa a cambio de qué, pues si algo está
claro aquí, es que el negocio de la droga, el crimen organizado y el abuso de
las arcas del Estado, no están a la venta, mucho menos ahora que tienen tantos
representantes dentro de la oficialidad.
Lo que no se puede es llevar a nuestra juventud a un próspero
futuro si no obramos correctamente en el presente. Es decir, sin enseñarles con
ejemplo cuál es el deber ser y como obrar con sentido común en el liderazgo de
la nación, sin fomentar su cultura y su comprensión de lectura, sin civismo,
sin deporte, sin disciplina, sin exigirles sacrificios, respeto a las
jerarquías y a los mayores, y ante todo, a que se valoren a sí mismos.
Colombia tiene belleza en el paisaje, pobreza en los suelos
y riqueza en el subsuelo. Así es el espacio geográfico tropical y andino sobre
el cual asentamos nuestra unidad como nación.
Debemos producir conservando el medio ambiente e invertir
en conservarlo a partir del rendimiento económico de la producción de los
minerales hasta que logremos transformarnos en una sociedad culta y del
conocimiento. Pensar que eso no cuesta dinero, ni demanda la utilización
responsable de nuestros recursos minero-energéticos, es una estúpida utopía,
apenas propia de la ignorancia que deambula diariamente en las declaraciones a
los medios de comunicación.
Aquí, el ambientalismo que se quiere imponer está
politizado e ideologizado. Es el que se tapa los ojos ante la explotación
minera ilegal y la deforestación para sembrar coca y producir cocaína, al que
la pérdida de biodiversidad sin debida mitigación solo le sirve de bandera
electorera. Aquí la moda es negar la objetividad del progreso de la ciencia y
las tecnologías, para de forma facilista justificase negando toda actividad
extractiva legal que requiera y se comprometa a la debida mitigación ambiental.
Para dar un ejemplo práctico de nuestra incoherencia y no
entrar a analizar más anuncios del Congreso, de las cortes o el nuevo
administrativo, miremos que Colombia tiene la corrupción más grande del mundo
en las Corporaciones Ambientales Autónomas Regionales, y a la vez una
inconmensurable ignorancia propia de la teorización ideológica y la falta de
criterio práctico en los ministerios tramite y las agencias reguladoras del
Estado.
Eso no es nuevo, y hay casos en los que por difícil que sea
una situación es sujeto de empeorarse, mucho más a la luz de las posiciones
expresadas por el nuevo Gobierno que sin duda van a afectar nuestras vidas en
materia de seguridad: física, social, energética y alimentaria, ambiental,
jurídica y política.
Repito, el problema más grave es que aquí, al igual que
buena parte de los invitados a la fiesta del cambio, “lo que pasa es que la
banda está borracha”.