He venido esta semana a El Salvador. Había hecho escala en
su aeropuerto hace unos años y al volver esta vez el contraste fue impactante:
se ha modernizado con una infraestructura que nada tiene que envidiar a los
grandes aeropuertos internacionales. Las carreteras de acceso en perfecto
estado y la sensación de progreso son evidentes. La seguridad ha mejorado con
el control de las famosas “maras” y el presidente Bukele pareciera estar
gobernando la nación con pulso firme. Ojalá sea cierta tanta belleza, porque
los críticos no dejan de advertir sobre su manera de ejercer el poder, el
nepotismo en altos cargos del gobierno y el afán de perpetuarse. Pareciera ser
la constante de los otros 6 países de la región en los que los gobiernos
familiares (Noriega, Castro, por citar los casos nicaragüense y hondureño), los
éxodos hacia otros países, la violencia y los retrocesos democráticos aparecen
como común denominador, amén de la corrupción con sus actividades económicas
ilícitas.
El Salvador es el país más pequeño de Centroamérica. Un poco
más pequeño que nuestro departamento de Cundinamarca y con una población total
que resulta menor que la de Bogotá. Ha vivido por décadas el azote de la guerra
y la violencia. Cuando me hice jesuita hace 41 años cantábamos la misa
salvadoreña y evocábamos a dos mártires de este país: el padre Rutilio Grande
(asesinado en 1977 junto con dos colaboradores parroquiales) y monseñor Óscar
Romero, arzobispo de San Salvador (baleado cuando celebraba la eucaristía en
1980), sin imaginar si quiera que nueve años después asesinarían a seis
jesuitas de la Universidad Centroamericana junto con dos colaboradoras. No
fueron los únicos, otro obispo y 13 sacerdotes más corrieron la misma suerte y
no tengo el dato de cuántos laicos vinculados a servicios pastorales, además de
los miles que murieron víctimas de la guerra civil. De locura.
Visitar los sitios donde los asesinaron y peregrinar a sus
tumbas me resultó estremecedor. Lo que en su momento fueron noticias distantes
y luego películas impactantes (“Designios del corazón”, “Romero”,
“Llegaron de noche”), esta vez, in-situ, me hizo imaginar estar allí
cuando acontecieron las tragedias. Doloroso. En la capilla de la UCA unos
dibujos de hombres y mujeres torturados y asesinados en una cincuentena de
masacres a lo largo y ancho del país me hicieron pensar inmediatamente en lo
que hemos vivido en el nuestro. ¿Hasta dónde pueden llegar los seres humanos,
ávidos de poder y de riqueza, que acceden al poder engañando pueblos enteros y
luego traicionan sus causas y discursos?, ¿qué tan perverso es el mal espíritu
que logra amangualar a los que son contradictores aparentes pero que los mueven
los mismos intereses oscuros?; ¿cómo es posible que gente de origen humilde,
manipulada por sinvergüenzas, se preste para hacerle daño a su propio pueblo,
en tanto quienes les pagan retozan impunes?
Quería venir a este país que tanta historia de mártires
tiene. Fue un sacudón duro pero necesario como para que no se me olvide la
crudeza de las realidades de nuestros países, tan distintos y a la vez tan
parecidos, tan ricos, pero tan pobres; con tanta gente tan buena, pero con
tantos líderes nefastos, tan creyentes católicos en apariencia, pero tan ateos
en la práctica. Que El Salvador del mundo salve no solo a este hermano país
nuestro, sino que de paso nos salve a nosotros.