Por Pedro Juan González Carvajal*
Después de un par de años en que pasamos sin un período
formal de verano, por fin comienzan tímidamente a presentarse algunos días
soleados, lo cual, de manera que llama la atención por lo rápido del
acontecimiento, sirve para secar y desecar un poco la superficie que se
encuentra absolutamente entrapada por la cantidad de agua que ha caído,
superando todas las estadísticas y los estándares históricos.
Hemos enfrentado tragedias humanas, destrucción de la
infraestructura vial, afectación de los cultivos y rompimiento de los ciclos
tradicionales.
Pero si por acá llueve, en otros lugares las temperaturas
son altísimas y sus consecuencias también brutales. Parece que el cambio
climático comienza a mostrar sus dientes y se comienzan a atisbar negros
atardeceres para los terrícolas de esta época.
Por otra parte, se habla de que para el año 2050 habremos
llegado a la increíble y peligrosa cifra de 9.000 millones de habitantes que
compartimos el mismo planeta, lleno de desigualdades, usufructuando sus
recursos y depredando lo poco que queda por consumir.
En 1900, éramos 1.800 millones de personas y en 120 años nos
hemos multiplicado por 4, lo cual no se compadece con las capacidades actuales
para atender las demandas de todo tipo que tal mareada humana exige.
Ya lo anticipaba Aurelio Peccei y el Club de Roma en 1972 con
su primer texto guía, “Los límites del crecimiento”. Argumentando bajo
la perspectiva de la lógica Malthusiana, asevera que mientras la población
crece en proporciones geométricas, los recursos, si acaso, crecen en términos
aritméticos, lo cual lleva obligatoriamente a la desigualdad, la injusticia y
la confrontación.
Pasando a otro asunto, no sale de su asombro y su
perplejidad la sociedad japonesa ante el asesinato del exprimer ministro Shinzo
Abe, asesinato que todos lamentamos. Da fe, la reacción de estupor y de
indignación japonesa ante el magnicidio, de la sensibilidad, el respeto y el
nivel de civilidad alcanzado, donde un hecho como estos no tiene explicación
lógica ni cabida en la cotidianidad.
Me recuerda el asesinato del primer ministro sueco en
ejercicio Olof Palme, el 28 de febrero de 1986.
Qué lejos estamos nosotros de comprender esta situación y
de entender este tipo de reacción. La fuerza de los acontecimientos, la
ineficacia en la aplicación de justicia, la impunidad generalizada, nos ha hecho
perder la sensibilidad y a ver con los ojos de la violencia y de la
indiferencia, los hechos que en otras partes son vistos como atrocidades. Matan
niños, crecen los feminicidios, masacran a los líderes sociales, asesinan
policías y soldados, pero caen también periodistas, sindicalistas,
ambientalistas y personas del común, desbordando todas las estadísticas y
haciéndonos aparecer ante el mundo como verdaderos salvajes.
Salvajes desnaturalizados ante un remedo de sociedad impávida
donde las madres abandonan a sus hijos, donde los hijos asesinan a sus madres,
donde los hermanos se matan entre ellos, donde se abusa de los niños, donde se
ultraja a las mujeres, donde el dinero todo lo compra, donde la corrupción se
ha adentrado hasta los tuétanos y donde los vestigios de humanidad se pierden
entre las sombras y las realidades grotescas a las cuales lamentablemente nos hemos
acostumbrado.
Pero lo más grave es que cada hecho aislado anunciado con
bombos y platillos por unos medios de comunicación amarillistas y por
funcionarios públicos vitrineros y pantalleros, rápidamente es reemplazado por
otro hecho que causa el mismo asombro fariseo que acompañó a los hechos
anteriores y que nos hace olvidar el historial que vamos dejando atrás.
Aquí no hay ni memoria, ni conciencia, ni decencia, ni
perdón, ni olvido. Aquí no hay rastros mínimos de civilidad, de decoro, de
dignidad, de arrepentimiento o de ganas efectivas y voluntad política y social
para cambiar el estado de cosas.
Nos erguimos como hombres, adquirimos la dimensión humana,
alcanzamos la noción de humanidad y hoy todo lo hemos tirado por la borda,
haciendo del humanismo un simple concepto amparado por una lánguida retórica.
Para colmo, actuamos con el fariseísmo denunciado en los
Evangelios. La doble moral, el todo vale, el sí, pero no, el incumplimiento de
la palabra empeñada, el agotamiento de la credibilidad en casi todas las
instituciones nos tiene parados sin rumbo, en un mundo donde la volatilidad, la
incertidumbre, la complejidad, y la ambigüedad se han convertido en una
constante.
¡Qué pesar de nuestra exuberante, rica y tradicionalmente
mal querida y mal administrada Colombia!
Lamentablemente, mientras llegan unas verdaderas
generaciones de relevo, seguiremos yendo “viento en popa hacia la deriva”.