Por: Luis Guillermo Echeverri Vélez
Como sociedad estamos hoy pagando muchos errores de
nuestros antepasados; yerros que como nación y país debemos tratar de enmendar
con las debidas proporciones de sentido común, inteligencia y humildad, antes
de que sean fuerzas afines a la corrupción, la violencia y el narcotráfico las
que de forma equívoca realicen cambios profundos soportados en una filosofía
revolucionaria perversa y destructiva, que luego resulten irremediables en
materia de pérdida de valores democráticos, cultura media y civismo en toda
nuestra sociedad.
En mi humilde opinión, todos los problemas sociales parten
de la formación básica y el proceso de educación de las personas, que se
origina del ejemplo que los niños ven en el hogar, en la escuela y luego en el
referente de aquellos pares o grupos con los cuales se relacionan durante su
maduración y formación; algo que de la niñez pasa por la adolescencia y termina
con las responsabilidades que debemos asumir como ciudadanos al convertirnos en
adultos.
A mi juicio, el error más grande de quienes tras casi un
siglo de guerras civiles y debate desdeñable e improductivo, ignorando las
realidades y las subculturas que integraron nuestra nación hace ya dos siglos,
fue no haber optado por un modelo federal, en el cual la necesidad y conveniencia
del espíritu asociativo o cooperativo nos hubiera unido en un sistema donde
cada región aportaría las ventajas de su identidad a una federación que velaría
por los intereses de toda la nación, en lugar de tener en medio de esta agreste
dificultad geográfica tropical, el sistema operativo del poder centralista,
acaparador, abusivo, clientelista y discriminante que tenemos.
Pero un cambio a un modelo federativo como el que tienen
muchas naciones que han logrado unidad de propósito en materia de desarrollo,
resulta utópico en medio de la mezquindad de las élites del poder capitalino
vendidas a la conveniencia, y la dificultad que puede representar tener el
poder en las manos de fuerzas criminales que nos podrían lleven a una guerra
civil. Dios no lo permita.
Históricamente, nuestra sociedad controlada por la cultura
encomendera centralista, ha menospreciado y mal tratado socialmente a tres
actores esenciales para el desarrollo y la sana convivencia nacional:
Los maestros, que son quienes tienen la misión de educar
nuestros hijos cuando no están en el hogar; los miembros de las fuerzas
armadas, que son quienes custodian nuestras vidas, nuestras normas y nuestros
haberes, y los jueces, que son quienes, con equidad, imparcialidad y rectitud,
tienen la misión de solucionar en estricto derecho, nuestras disputas,
conflictos y problemas.
Colombia no puede seguir entrando en la inercia de pregonar
democracia y apertura en el debate, pero que cuando se expresan ideas
diferentes, aunque no necesariamente encontradas con las del indefinible y mal
denominado progresismo moderno, entonces sean rechazadas o satanizadas como
polarizadoras e inadmisibles, sin sopesar su virtud en función del deber ser,
el sentido común, la ética o la moral media que requiere toda sociedad para
poder avanzar en el difícil sendero del desarrollo.
Vivimos en la era del conocimiento donde el internet y la
conectividad representan el factor de equidad más grande que haya visto la
historia de civilización alguna, vivimos en la era donde los dogmas han sido
desplazados por el conocimiento de la naturaleza, y así como no podemos
permitirnos que un solo niño sufra de por vida de pobreza intelectual a causa
de desnutrición, violencia intrafamiliar o inseguridad física, el maestro no
puede enseñar valores si no está debidamente calificado y reconocido, y menos,
si su ideología está predeterminada.
La nación colombiana precisa de un sistema que forme mejor
y dignifique a los educadores, para que sus pupilos puedan triunfar en la vida,
un sistema que los califique para poder garantizar que el docente cumple su
propósito formativo, cuando no se le rajan los alumnos.
No se le puede pedir al uniformado que defienda el deber
ser, cuando quienes ostentan el poder premian a los delincuentes y a las organizaciones
criminales, dándoles espacios primordiales dentro de la escala social del poder
político y dirigencial.
De la misma forma, no podemos pedirle a la rama judicial
que obre con justicia, cuando está politizado e ideologizado el sistema que
rige su estructura. Para que una nación pueda tener un sistema económico y de
relacionamiento social funcional, los jueces tienen que estar capacitados y
socialmente reconocidos para que su justicia pueda ser ciega, imparcial, ética,
honrada e implacable.
Algo anda muy mal en la forma en que, por un lado,
ignoramos a quienes se comportan debidamente y cumplen sus obligaciones
cívicas, y por otro premiamos con reconocimiento mediático, político y social,
a quienes obran por fuera del debido marco del interés general, fundamentados
en ideas revolucionarias y no transformacionales como son el odio, la
conveniencia individual o la envidia que es el camino más corto al
resentimiento.
Debemos ya dejar atrás el modelo del “Estado cantinero” en
el cual con el producido del vicio se financia una educación de baja calidad, y
no ir a extrapolarlo a toda otra suerte de actividades ilegales en manos de la
clase política nacional.
Es el momento en que el país tiene que pensar a largo plazo
y realmente darle el espacio de importancia y reconocimiento que se merecen
dentro de las estructuras sociales e invertir en la formación profesional
estricta, cualitativa y exigente de los maestros, los uniformados y los jueces,
pues es en sus manos donde está jugado el futuro de toda la nación.