Por José Leonardo Rincón, S. J.*
Mi tío José murió de 59 años. Yo tenía 10 y lo
veía bastante viejo. Ahora soy yo quien cumplo 60 y siento que fui injusto con él,
porque en realidad no era viejo. Además, en lo que a mí respecta, todavía hay
gasolina para otros 60.
El año pasado estuve en el taller y necesité
revisión de motor por una falla eléctrica, pero hace dos días, en Medellín, el
cardiólogo mecánico me dijo que estaba sincronizado y listo para un buen
kilometraje adicional. Estoy un poco mal de llantas por el parqueo prolongado y
me dice que debo salir de los pits y competir en pista. La latonería no está
mal y no faltan interesados, pero no estoy a la venta. Espero cotizarme en la
colección de coches antiguos. Que uno funcione después de seis décadas no es
poco. Bien por los fabricantes. Les salió bueno el modelo 62.
No me puedo quejar de la vida. Como muchos de
ustedes, he tenido una madre excepcional, amorosa y exigente a la vez, que a su
prolongada edad sigue más preocupada por cuidarme que por cuidarse ella misma. Me
contagió de principios y valores que no he terminado de asimilar. Respetuosa de
mi opción de vida pudo haber sido posesiva y absorbente, y nunca lo fue, por
eso a estas alturas me extraña que comience a llamar a todas partes para
rastrear dónde estoy cuando me demoro diez minutos en llegar. No lo dice, pero
se siente más segura conmigo cerca. De mi padre no hablo porque lo perdí a
temprana edad y prácticamente no lo conocí. De seguro que mi carácter templado,
disciplina y gusto por los asuntos jurídicos y políticos son su huella en mí.
Tuve una buena educación. Buenos colegios,
buena formación. Eso es definitivo para ser uno quien es. Me gustó rodearme de
gente mayor, para aprender de su experiencia como viejos lobos de mar. Sin ser
amiguero, Dios me ha bendecido con excelentes amigos y familiares. Todos, ellas
y ellos, saben que nos podemos dejar de hablar por años, pero cuando nos
reencontramos retomamos la conversación como si hubiera sido ayer. No soy
monedita de oro ni pretendo serlo, pues ante todo prima mi autenticidad, sin
diplomacias ni expresiones políticamente correctas. Eso le fascina a muchos y
otros lo detestan. Acuariano y tigre, sobresalen la lealtad y la sinceridad en
la amistad, pero también la solitaria independencia. Afectuoso y consentido
cuando lo acarician, el felino altivo ruge cuando le pisan la cola o lo
molestan.
Nunca he buscado responsabilidades o
reconocimientos. Han llegado solos y desde joven estudiante. Ha sido una
escuela única para conocer la psicología humana con sus grandezas y
mezquindades, primero como laico y luego como jesuita. La envidia, lamentablemente,
se ha suscitado, nunca sentido. No hay ni ápice ni pizca de razón para ella.
Mi vocación de cura data desde los tempranos
cinco años. Constante y firme, nunca he dudado que en esto he sido feliz contribuyendo
a que otros también lo sean. Siempre quise ser religioso, pero nunca pensé en
la Compañía de Jesús, una élite inalcanzable por su tradición, su palmarés, su
inteligencia. Sin embargo, al conocerla me enamoré locamente de ella y cuando
me aceptó me sentí el hombre más feliz del mundo. No puedo estar en mejor lugar,
aunque me falte mucho pelo pal moño en dar la talla del perfil ignaciano. Aquí
estoy, a punto de cumplir 60, con hijuemil tareas pendientes, con mucho
que hacer todavía. Esperemos que carrocería y motor aguanten. Y como dice
Pachito, mi jefe en Roma: ¡recen por mí!