Por José Alvear Sanín*
Todo lo que se diga de los actuales alcaldes de Bogotá,
Medellín, Cali y Manizales, es poco. Gran parte del país está en poder de
individuos como ellos, sin la menor experiencia administrativa, engolosinados
con un poder que les permite diarias y costosas improvisaciones, que al mismo
tiempo que satisfacen sus crecientes egos deterioran las empresas y finanzas
locales; además de lo odiosas que resultan las costosas emisoras municipales de
tv dedicadas a la loa permanente de sus amos.
Si bien con lo anterior basta para concluir que la elección
popular de alcaldes y gobernadores fue un error colosal, con sus secuelas de
nepotismo, clientelismo y corrupción, todavía no hemos considerado algo quizá
peor: la parcelación del poder ejecutivo, que, como lo vimos en abril y mayo de
2021, convirtió al ejecutivo nacional en un espectador impotente frente a los
“pacíficos” desmanes, tolerados siempre, y en muchos casos estimulados, por las
autoridades locales, en sintonía con la algazara revolucionaria.
Además, los alcaldes de las tres mayores ciudades “manejan”
unos 40 billones de pesos, que no son propiamente “caja menor”, para los
debates electorales de 2022.
Antes de la Constitución de 1991 urgía una reforma del
régimen municipal, que requería profesionalización, tecnificación y gerencia,
pero en cambio, las administraciones locales fueron politizadas y clientelizadas.
Cuando los alcaldes eran nombrados por los gobernadores era
muy fácil suspenderlos y procesarlos, si se les comprobaban malos manejos,
malversación o peculado. En cambio, ahora rige un mecanismo prácticamente
imposible para su remoción. El sistema previsto solo puede ser eficaz en
pequeñas aldeas, porque resulta muy difícil y costoso en las grandes ciudades.
En primer lugar, hay que reunir una enorme cantidad de firmas, y estas deben
ser revisadas por la Registraduría. Mientras el proceso avanza durante largos
meses, el alcalde sigue abusando, robando o delinquiendo, sin dejar de emplear
todos los recursos de la administración, empezando por financiar radio
periódicos con pauta municipal, mientras advierte a centenares de juntas de
acción comunal que, en el caso de ser él revocado, no habrá cancha,
pavimentación, parquecito, escuelita, etcétera…
Y hablando de firmas, hay que anotar que se ha desarrollado
una próspera industria recolectora de ellas, a cargo de empresas que cobran por
cada rúbrica. Conseguir centenares de miles para la revocatoria de un alcalde
es costoso. ¿Cuánto habrán costado los millones de firmas que exhiben los candidatos
presidenciales de hoy? (La anterior pregunta indica hasta dónde es peligroso
sustituir los partidos políticos por maquinarias transitorias bien financiadas,
desde luego, para pagar por la recolección de firmas, tema este que merece
comentario aparte).
El hermano del político que propuso y obtuvo la elección
popular de alcaldes, Enrique Gómez Hurtado, dijo que “en derecho
constitucional no existe borrador”, y, en consecuencia, las equivocaciones
permanecen en los estatutos…
Volver entonces a recomponer la unidad del poder
presidencial en materia de orden público parece imposible, por la multitud de
fuerzas políticas interesadas en mantener feudos podridos, para lucrarse de la
corrupción creciente, la contratación a dedo y el clientelismo, evidentes en
las administraciones locales; y para alcanzar el poder, este año, en las
elecciones para presidente.
¿Qué puede esperarse de tipos como Ospina, Quintero o
López? En el sector privado escasamente ocuparían un cargo de salario mínimo,
pero la política les entrega millones de pesos para usar y abusar, y les abre
inmensas posibilidades de avance permanente y satisfacción personal, que les
permite, además, soñar hasta con el sillón presidencial.
Mientras no se encuentren mecanismos para contener la arbitrariedad y rapacidad de los alcaldes, y para impedirles el manejo irresponsable de los presupuestos, la elección popular de esos funcionarios seguirá constituyendo un factor enorme de riesgo para la prevalencia de la frágil democracia colombiana.