José Leonardo Rincón, S. J.*
Todavía me gusta el fútbol (verlo, más que jugarlo) y todavía como hincha me ilusiono con el desempeño de mi equipo aspirando a una nueva estrella. Todavía no me he desencantado como tantos al ver las anormales cosas que pasan y prefiero creer que son desventuras pasajeras y de coyuntura, lo cual no quiere decir que me haga el de la vista gorda o me resulten indiferentes ciertas vergüenzas que acontecen: partidos arreglados, compra de árbitros o árbitros descaradamente sesgados en favor de un equipo, jugadores excelentes venidos de la nada que de pronto resultan ricachones prepotentes y ostentosos, juegos amañados que cambian resultados en los minutos finales, etc.
Recuerdo tiempos de bárbaras naciones en los que los principales equipos estaban a merced de los carteles del narcotráfico del momento, los apostadores se jugaban sus fortunas y al perder mandaban asesinar a futbolistas o árbitros. Por eso me resulta difícil excusar hoy día actitudes como las de esos jugadores que literalmente se paran en los últimos minutos para que los contrarios metan goles, sorprendentemente cambien los marcadores finales y trastoquen la clasificación a finales de terceros. Y no solo me refiero al recientemente bochornoso espectáculo que nos dieron con un equipo de segunda división sino, también, a otros juegos donde los contrincantes indignamente no juegan a nada porque ambos están clasificados si empatan y con ello se quitan de paso un rival incómodo para los dos.
Nuestro torneo, a diferencia de otros, como el español o el argentino, donde el que más puntos logra es el campeón, aquí no, después de dejar exhaustos a los equipos para alcanzar un cupo dentro de los ocho mejores, supuestamente para hacerlo más emocionante, se inventa un octogonal final donde los primeros pueden resultar siendo los últimos y estos terminar siendo los primeros. Acaba de pasar con Nacional y Millonarios que tendrán ahora que sentarse a ver la final entre el tercero y el séptimo de la tabla. No sé si eso es justo, porque me parece que cambia la dinámica del juego invitando a la mediocridad: bastaría obtener un puntaje mínimo para estar en ese torneo final, como igual nos pasa con nuestra selección: haciendo cálculos, no para ser los mejores o primeros, sino para no quedar por fuera de los clasificados básicos.
En tanto esas sean las condiciones, la lección que nos queda es que no hay que dormirse sobre los laureles, que los partidos hay que jugarlos hasta el minuto 90, que no se puede bajar la guardia en la regularidad que se lleva y que en la puerta del horno se puede quemar el pan si uno se descuida.
Todavía creo que el fútbol apasiona multitudes, que es un espectáculo cuando se juega con gallardía y pundonor, cuando se suda la camiseta y los restos se juegan hasta el último minuto. Todavía creo en el “fair-play” y todavía aspiro a que mi equipo gane una nueva estrella, así sea el que más tenga, y así mis amigos detractores, hinchas de otro color me hagan “burling”. Oe, oe, oe oé…