José Leonardo Rincón, S. J.*
Se ha vuelto una costumbre colectiva vetar tres temas si se quiere vivir en paz: no hablar de política, no hablar de religión, no hablar de equipos de fútbol. Se da por descontado que estos asuntos suscitan tantas pasiones que evidenciar los mutuos desacuerdos al respecto sólo genera discusiones interminables y acaloradas, enemistades de por vida, violencia verbal que desemboca en violencia física e, incluso, guerras y muerte. En realidad, no hay ganadores, todos pierden.
Me parece que esta constatación, más que evidenciar un fenómeno humano, en realidad pone al descubierto la inmadurez humana, entendida esta como la incapacidad de ser tolerantes o la contumaz renuencia a respetar la contundente realidad de que todos somos muy diferentes y de aceptarnos como tales. Lo hemos visto estos días, otra vez, en el candente y desconcertante mundo de la política criolla, en la agresividad verbal contra miembros de la iglesia católica y en la violencia y muerte que se dio después de la final del fútbol colombiano.
Ante esa realidad uno tiene varias opciones: entrar en el juego de las polarizaciones; adoptar la posición del avestruz y no querer hablar del asunto; negar la evidencia y decir que esto no es cierto y que esa realidad no existe o, lo que sería sensato: quitarle el tabú al cuento y maduramente dialogar sobre estos asuntos sin necesidad de precipitar nuestra extinción.
El tema político es ineludible para un ciudadano serio, de conciencia crítica bien formada y que quiere un mejor futuro para su país. Es un asunto personal, pero tiene implicaciones sociales y no puede depender de tradiciones familiares. Menos aún podría mutilarle a uno la posibilidad de disentir obligándolo a ser llevado de la nariguera por una cuestión que llaman “disciplina de partido”. En cabezas de un partido no entiendo el transfuguismo de los que le baten cola al poder de turno, pero tampoco entendería, repito, el no poder renunciar, en un determinado momento, a un partido que está desdibujado, no tiene norte claro o va en contravía de principios y valores en los que uno cree.
En religión, a lo largo de la historia hemos visto las barbaridades que se han cometido en nombre de Dios, o de Alá, o de cómo quieran llamarlo. Creer que los demás son infieles, anatemas o blasfemos sencillamente porque no profesan el propio credo, en realidad ha sido una estupidez manifiesta, propia de mentalidades atrofiadas y sin un horizonte humano y espiritual amplio. Fundamentalismos, integrísimos y conservadurismos solo le han hecho gran daño a muchos y han generado resentimientos, resquemores, odios viscerales y posturas irreconciliables.
Finalmente, en el fútbol, como en la política y la religión, pareciera que optar por un equipo, una camiseta de color, unas barras con sus himnos y consignas y unas cuantas estrellas que hay que ganar, se convierten en asunto de vida o muerte. Personalmente soy hincha de fútbol y recuerdo aterrado de cuando un día me puse el uniforme completo con chaqueta y gorra, orgulloso de mi divisa deportiva y alguien me gritó antes de salir a la calle: “¡quítese eso si no quiere que en la calle le peguen una puñalada!” Increíble, inaceptable, abominable. ¿Cómo así qué hay un muerto y muchos heridos entre hinchas de Millonarios al término de la última final?, ¿cómo así que las barras bogotanas de Nacional no aceptan las barras que vienen de Medellín? ¡Oye! Esto es de locura, es decir, esto ya es enfermizo y no sé si patológico.
Me imagino a los extraterrestres mirándonos y
diciéndose entre ellos: esperemos un poquito más que ya casi esa raza humana, que
paró de evolucionar, está a punto de extinguirse a sí misma, sola ella.