Por José Leonardo Rincón, S. J.*
A
propósito de mi optimista artículo frente a Joe Biden, dos amigos me hicieron
saber sus reservas respecto del nuevo presidente norteamericano por ofrecer su
apoyo a quienes promueven el aborto, sin duda un asunto de carácter ético y
moral muy delicado. Por esos días también el arzobispo de San Francisco reconvino
públicamente a Nancy Pelosi, la flamante presidenta de la Cámara de
Representantes, católica ella, por sus ataques a los movimientos pro-vida. Clara
y directamente le dijo que no se puede ser católico y simultáneamente aprobar
la legalización del aborto.
Como
presbítero católico, en mi ejercicio ministerial del sacramento de la
reconciliación, me he encontrado al menos con tres o cuatro casos de mujeres
que en su desesperación por un embarazo no deseado recurrieron al aborto. Inconsolables,
acudían al sacramento para pedir perdón a Dios por haber cometido asesinato.
Dos de ellas me dijeron que muchas veces se habían confesado del crimen, pero
no lograban encontrar paz y que su conciencia les reprochaba a diario haberlo
hecho. Infructuosamente intenté convencerlas de que la misericordia de Dios era
grande y que Él ya las había perdonado. Esta dolorosa realidad trajo a mi
memoria la frase de Julio Jiménez: “Dios
perdona, pero la vida no perdona”.
Mi
posición es la posición oficial de nuestra Iglesia: la vida es sagrada, la vida
se respeta, es el don más grande que Dios nos ha dado y Él es su único dueño. Es
un valor absolutamente innegociable. El aborto es una injusta decisión frente a
la vida que surge. Para mí resulta no solo contrastante sino también escandaloso
un contexto bastante generalizado que exacerba la protección de los animales y
con esa misma fuerza alienta el asesinato del feto en formación. Es un
exabrupto que sigo sin entender. Se llora por el maltrato a un jumento porque
se le obliga a trabajos forzados, al perrito porque se le hace daño o al toro
porque se le sacrifica en una corrida, dolores que comparto, pero incoherentemente
no se inmutan al marchar reclamando el derecho a hacer con su cuerpo lo que se
les dé la gana. Pareciera que quienes esto promueven es porque o están
aburridos con la vida o tienen una autoestima muy baja.
Sinceramente
no entiendo cómo puede haber mujeres defendiendo esta causa, haciéndole el juego
al machismo egoísta que se satisface preñándolas irresponsablemente para luego
evadir su compromiso exigiéndoles abortar. Olvidan que su cuerpo es sagrado y
debe respetarse pues su seno fue diseñado para ser sagrario de la vida a
plenitud. Arguyen que la causa está en las agendas feminista y de equidad de
género. Juran que es una conquista para los derechos sexuales y reproductivos,
pero olvidan que el problema de fondo es una auténtica educación de la
afectividad, un tema que va mucho más allá de la educación sexual. No saben lo
que dicen y menos lo que hacen. ¿Les hubiera gustado que sus propias madres las
abortaran?
No
somos los dueños de la vida y por eso condenamos las masacres y las guerras, la
pena de muerte y la eugenesia camuflada detrás de una pandemia que arrasa con
los ancianos y los enfermos cargados de comorbilidades, así como también la
pobreza que mata a millones por el hambre.
No
puedo, en conciencia, apoyar la causa abortista. Creo que estamos fuera de foco
cuando creemos que es un gran logro tener una vida sexual desordenada e
irresponsable. No es truncando vidas como somos mejores seres humanos. La
educación en la familia y en la escuela tiene una tarea ineludible y apremiante
enseñándonos desde pequeños a manejar nuestra afectividad, nuestra sexualidad y
nuestra genitalidad, tres asuntos íntimamente relacionados pero que no son
exactamente lo mismo. Tampoco creo en los discursos simplistas que exhortan a
la continencia y al aguante, como si la represa no estuviera a punto de
desbordarse, olvidando ingenuamente que el instinto calenturiento anula en
minutos los discursos floridos y mojigatos.
Frente
ante tan candente tema como humanidad tenemos un reto enorme pues los discursos
extremistas de lado y lado resultan simplistas y definitivamente dañinos. No es
cuestión solamente académica, o política, o religiosa, o de género. La vida hay
que tomársela en serio. La vida es para vivirla. La vida no es fácil, pero vale
la pena. Por favor: ¡vivan y dejen vivir!