viernes, 12 de febrero de 2021

Alegrías compartidas

José Leonardo Rincón Contreras

José Leonardo Rincón, S. J.*

Mi finado amigo Julio solía decir que “pena compartida es media pena y alegría compartida es doble alegría”, sabia verdad que he comprobado con ustedes mis lectores y amigos, pues con su dolorosa partida me sentí muy acompañado y eso sirvió para mitigar el natural luto que se experimenta cuando muere un ser querido. Y recientemente con la celebración de mi cumpleaños que, aunque sobria en celebraciones por obvias razones, de todas maneras, fue apoteósica por la masiva presencia a través de mensajes y llamadas.

En las alegrías y en las tristezas, en los buenos y malos momentos, siempre hay que darle gracias a Dios. Como cantaba Mercedes Sosa, cómo no darle gracias a esa vida que nos ha dado tanto, comenzando por la vida misma, es decir, poder estar vivos cuando a nuestro alrededor muchos se nos van, incluso prematuramente. Agradecer, en mi caso, por mi madre anciana y limitada pero que dio lo mejor de su vida para sacarme adelante. Darle gracias por el gratuito don de la amistad que nos hace sentir reconocidos y queridos por otros. Agradecer también por tantos educadores y maestros que a lo largo de la existencia han dejado su impronta. Reconocer el regalo de esta vocación de servicio a través del ministerio presbiteral. Poder contar en general con buena salud. Tener un trabajo que agota, pero apasiona, en fin…

Este próximo domingo tendré, Dios mediante, otras dos alegrías inmensas. Se trata de dos reencuentros con amigos con quienes he compartido por décadas, en dos espacios muy diferentes, pero igualmente saludables, uno para el cuerpo y otro para el espíritu. Me refiero, por un lado, a mis compañeros de juego de baloncesto con quienes cada ocho días, en las mañanas, nos encontramos en San Bartolomé para compartir dos horas intensas de ejercicio físico. Y, por otro, a mi gente, con quienes celebro la fe, durante una hora intensa de ejercicio espiritual en las noches dominicales en el Templo de La Soledad. 

Podrán ustedes imaginar lo oxigenantes que resultan estos espacios, el reencauche periódico que representan y la falta que me han hecho durante este año de pandemia. Hay encuentros en la vida que son irreemplazables y estos dos son especialmente únicos. No me vengan con cuentos de que se puede jugar básquet a través de Zoom u otra de estas herramientas, experimentar la adrenalina de la competencia y sudar copiosamente. O que uno va a un banquete a mirar por televisión como comen los otros, por más tiempo real, satélites y virtualidad que existan. Lindas las comuniones espirituales, pero pretender alimentarse remotamente es un exabrupto.

Bendito Dios que estamos en la recta final de la pandemia, que en el horizonte se otean las vacunas y que “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”. Así que les comparto mis alegrías para que se alegren conmigo y todos juntos gocemos más intensamente esta vida que el buen Dios nos ha regalado.