Por José Leonardo Rincón, S. J.*
El Todopoderoso, el Omnipotente, mejor dicho, el dueño de todo este cuento, nunca hizo alarde de su condición divina, sino que se anonadó en permanente actitud kenótica (de kénosis=vaciamiento, entrega) hasta la muerte injusta e ignominiosa y todo por amor hacia ese mundo que había creado. En sus discursos y modo de proceder había advertido que los grandes de las naciones los tiranizan y oprimen, pero que no debia ser así entre nosotros, sino que el primero debía ser el último y servidor de todos. Y este tatequieto lo dijo en un contexto donde sus más cercanos amigos querían obtener prebendas sacando provecho de su reconocimiento. En su último encuentro con ellos, los desconcertó con el gesto del lavatorio de sus pies y los invitó a hacer lo propio. Y cuando estaba siendo sometido a inicuo juicio, el engreído juez le dijo que tenía el poder para soltarlo o condenarlo, a lo que le respondió que no lo tendría si no se lo hubiese dado de lo alto.
El anterior “abstract” deberíamos tenerlo todos: los que lo han tenido, para que no se los olvide que el poder es absolutamente efímero; los que lo tienen, para que con los pies en la tierra dejen de creerse importantes y sepan para que lo tienen; y los que lo van a tener, para que dejen de hacerse tontas ilusiones creyendo que van a tener la sartén por el mango y más bien miren cómo van a prestar el mejor servicio.
Dicen que “el poder es para poder” y los más ingenuos y babosos creen que es para hacer lo que se les da la gana, tener ínfulas, pavonearse en medio de cortes de áulicos y aduladores. Los cuerdos y sensatos, en tanto, la tienen clara: es para poder servir, para poder ayudar, para poder mejorar las condiciones de las personas, para poder entregarse a los demás. Erróneamente se habla de “dignidades” y “dignatarios” y más de uno se come el cuento y se pone “digno” porque lo nombraron para un cargo importante, entonces camina culifruncido el reyezuelo, mira con desdén a los subalternos, reclama admiración y respeto, otea su alrededor cual can marcando territorio, carraspea como diciendo yo estoy aquí, se vuelve imprescindible e irreemplazable, saca provecho de su cuarto de hora para viajar y pasarla rico y, para colmos, cree que va durar toda la vida, pero cuando lo relevan o quitan, entra en la etapa de la viudez del poder y entonces se siente como la reina madre que manda sin mandar, quiere seguir manejando los hilos y el control y no logra superar el trauma de verse relegado a los segundos puestos.
Somos, no sé si amnésicos o tercos o ingenuos o torpes, o todas las anteriores. La historia nos ha mostrado reiterativamente la verdad respecto del poder y su uso, pero siempre vuelve y se repite, como reclamando la necesidad de que todos vivamos cruda y cruelmente sus apodícticas enseñanzas.
El show que ha dado el rubio del norte, raya entre lo
vergonzoso y lo tragicómico. De modo que lo dicho aquí, no hace sino corroborar
la sabiduría de las enormes verdades sobre el poder, a punto de bostezar y preguntarse
como Darío Echandía: ¿y el poder, para qué?