Por José Alvear Sanín*
No parece posible hacer política sin proyección
de futuro, en un país que desde hace años vive dentro de una bien coordinada
ofensiva revolucionaria. A partir de la imposición, contra la voluntad popular,
de una supraconstitución cuyo objetivo es la transición del orden demoliberal
al socialismo totalitario, no es posible ignorar lo que se nos viene encima.
Por tanto, es inexcusable pensar que en
Colombia nada pasará y que la política puede hacerse como toda la vida,
ignorando que, si dentro de 21 meses asciende al poder la izquierda
revolucionaria, todo terminará para nuestro civilizado régimen, el de las
libertades individuales, el desarrollo económico dentro del marco de la libre
empresa, el de la tridivisión del orden público y el de la alternancia en el
gobierno.
Así sean todo lo discutible que se quiera, las
encuestas indican que hay dos candidatos, que muy posiblemente ocuparán los dos
primeros lugares en la primera vuelta de la elección presidencial. Quedar de
3°, 4° o 6°, de nada sirve, aparte de la vanidosa satisfacción personal.
En consecuencia, la acción política tendiente a
preservar el orden democrático constituye un imperativo moral, mientras que las
actuaciones que debiliten las instituciones, o fragmenten las fuerzas
políticas, son gravemente inmorales, porque abren la puerta a la revolución.
El establecimiento político pretende ignorar la
dimensión ética y sigue actuando con la mayor insensatez. Todos a una se
aferran al cumplimiento de un acuerdo final que los dejará sin oficio a partir
de 2022, si alcanza la presidencia el candidato peor, o en 2026, si llega el
menos malo, que también es pésimo, porque está comprometido con los fines,
aunque difiere sobre los medios. Con el uno la cosa es de golpe. El otro lo
aplaza cuatro años…
Ahora bien, en las condiciones que vive el
país, hay que sacudir la indiferencia y rechazar la idea de que hay que aceptar
lo que se viene, porque siempre habrá manera de acomodarse con el nuevo régimen
o de pactar un modus vivendi, de moderar la revolución, para que finalmente
nada pase… hay muchos que así piensan, unos ya adhirieron al candidato peor, el
que disfruta de licencia judicial para seguir impune; mientras otros se
preparan para negociar con el triunfador.
Por eso, en vez de aparecer un aspirante con
vocación de poder, empiezan a lanzarse (¿desde cuál piso?) candidatos a granel,
sabedores del inevitable fracaso de sus campañas, salvo para el vanidoso
disfrute de vitrina en los próximos meses, o para calcular la posibilidad de
negociar alguna cuota de poder, antes de la 2ª vuelta, o después, si se tiene
alguna fuerza parlamentaria.
¡Vanos cálculos!, como los que hicieron los
partidos alemanes, cuyas divisiones permitieron el ascenso de Hitler al poder;
o como los torpes dirigentes chilenos que pactaron con Allende el respeto a la
Constitución. Unos y otros, a los pocos meses, habrían de arrepentirse amargamente.
Y no solo ha sido así en ambos ejemplos, porque la revolución hace tabla rasa
de todo lo preexistente, empezando por los execrados políticos “burgueses”.
Sé que esta columna, marginal y políticamente
incorrecta, no tiene muchas posibilidades de conmover a nuestros políticos
burgueses, pero no puedo dejar de expresar angustia frente a un establecimiento
que, si en esta hora de nona no se une en defensa de la democracia, condenará a
50 millones de colombianos a un horror de tipo venezolano.
Por tanto, debemos insistir en aquello de reconstrucción
o catástrofe, porque, si se sigue ignorando la incompatibilidad de la
democracia con el socialismo castro-chavista y no se deroga el tal “acuerdo
final”, la pesadilla será muy amarga y durará muchísimos años de hambre,
opresión, miseria y muerte.