Por José Alvear Sanín*
Desde hace más de cien años se enfrentan dos
concepciones políticas: una, procedente de siglos de historia, animada por la
filosofía perenne, avalada por el éxito económico y el progreso científico, que
podemos llamar liberal y democrática, que se refleja en sociedades donde
generalmente imperan las libertades individuales (de religión, pensamiento y
empresa), y donde lo prohibido se limita a lo que daña el bien común. La otra,
la comunista, contra la tradición de siglos, elimina la libertad individual
para imponer totalitariamente lo que las gentes deben creer, cómo deben actuar
y trabajar al servicio de un Estado omnipotente y represivo, que jamás ha sido
capaz de crear las oportunidades de riqueza y felicidad que promete.
Hasta hace cuatro años, en Colombia, la
Constitución y las leyes obedecían a un régimen de libertades y
responsabilidades aceptado por la inmensa mayoría de los ciudadanos, pero a
partir del golpe de Estado del 2 de octubre de 2016, cuando se desconoció el
triunfo del No en las urnas y se procedió a imponer, violando la
Constitución, el acuerdo final con las FARC, hemos venido presenciando la lucha
por cambiar el derecho y la sociedad en sentido totalitario, y, por tanto, una
a una, las instituciones van cayendo en manos de los agentes del ideal
marxista-leninista.
A pesar de tener un marco legal democrático,
liberal y cristiano, los fallos de la justicia ya obedecen abiertamente a una
concepción diametralmente opuesta. La contradicción entre la ley y sus
intérpretes judiciales ha dado lugar a un fenómeno inadmisible, el del
prevaricato permanente, con la usurpación de todas las funciones públicas por
magistrados y jueces monitoreados y programados políticamente.
Ahora bien, si esa situación se presenta bajo
leyes democráticas y civilizadas, ¿qué podemos esperar si el Congreso empieza a
expedir leyes mamertas para ser interpretadas por jueces asimismo mamertos?
Se pensaba que esa aterradora perspectiva solo
podría darse a partir del 2022, si las fuerzas revolucionarias llegasen a
obtener mayorías parlamentarias y la Presidencia, dando lugar al inicio en
firme de la revolución, pero hay indicios de que ya está en marcha la
conversión del derecho colombiano hacia la concepción marxista-leninista.
En efecto, el proyecto de un código civil y
comercial unificado, elaborado por profesores izquierdistas y activistas de la
U. Nacional, no responde a ninguna urgencia del país. Sus propósitos no son
otros que fragilizar el derecho a la propiedad y limitar al máximo la autonomía
contractual de los agentes económicos. Nada más y nada menos que una revolución
—tan silenciosa y letal como ciertas enfermedades—, para consolidar todos los
poderes que los jueces ya han usurpado, y darles, ahora sí, poderosas
facultades sobre los bienes de los ciudadanos, de tal manera que se
desestimulen el ahorro y el emprendimiento, y dar la señal de partida para la
fuga masiva de capitales, preparando el advenimiento de una sociedad
improductiva.
Ante este posible código, cuya adopción
desquicia totalmente el orden jurídico y acaba con el modelo de la libre
empresa, no basta con la protesta de los juristas democráticos y el susto de
los empresarios —tardío como siempre—, porque hay indicios de que el pomposo
Ministerio de la Justicia y el Derecho lo conoce, pero ni lo prohíja ni lo
rechaza. Esto lo que quiere decir es que su posición en el Congreso será, a lo
sumo, tibia, frente a una amenaza que va envuelta dentro de la fraseología
“progresista”, que fascina a los jefes populistas que dictan órdenes a las
bancadas gregarias, apresuradas e ignaras de nuestro legislativo.
Nunca ha sido más urgente un firme rechazo del
gobierno frente a este esperpento legislativo, porque a la amenaza
confiscatoria que el acuerdo final anuncia para el campo, se suma ahora otra,
que se proyectará sobre todas las demás actividades, incluyendo el
empobrecimiento y hasta la aniquilación de los patrimonios familiares.
***
La transformación “copernicana” del derecho,
anunciada por un magistrado en trance de popularidad, parece ser la
legalización del prevaricato, convertido en fuente de derecho.