Por Pedro Juan González Carvajal*
Anuncia desafiante el
presidente Trump que: “No me comprometo
con una transición pacífica en caso de perder las elecciones”, como si
fuera el pequeño presidenzuelo de un país marginal.
Estamos hablando del
primer país del mundo en términos económicos, financieros, tecnológicos,
militares, pero, sobre todo, adalid de la democracia, ejemplo y referente a
seguir para muchos en todo el planeta.
Es claro que la democracia
es un modelo de gobierno imperfecto, pero se supone que está basada en la
autonomía de los tres poderes públicos y que, gracias a ello, los pesos y los contrapesos
sirven para mantener viva la idea democrática de autorregulación.
No me causa tanta
extrañeza la aseveración o amenaza del presidente actual, sino el silencio
cómplice tanto del Senado con mayoría republicana, como de la Cámara con
mayoría demócrata, y la posición asumida por los medios de comunicación y los
intelectuales de ese país, que son muchos y muy prestantes.
Pero lo que más me asombra
es el silencio del poder judicial y sus altos tribunales, quienes a pesar de lo
que se viene viviendo y lo que se está observando, guardan un pasmoso silencio.
Lo malo del asunto es que
si la primera potencia democrática del mundo tiene ese tipo de problemática
interna, ¿qué podremos esperar de nuestra frágil democracia sometida al
ejercicio de un Estado en construcción, instrumentada por gobiernos mediocres y
donde el concepto de Nación no ha logrado consolidarse?
La estrategia de la
creación de posturas polarizadas está dando ciertos réditos para algunos en el
corto plazo, pero es insostenible. La presión hará que devenga en gobiernos
autoritarios de cualquier extremo, o posiblemente, y ojalá así suceda, se pueda
aún reaccionar y maniobrar para encauzar la barca democrática hacia aguas menos
turbulentas.
Los distractores empleados
históricamente en Colombia alrededor del miedo, el odio y la esperanza, han
servido para mantener a la población en un cierto estado de shock, pero hoy,
debido al auge de los medios de comunicación, del mejoramiento innegable de la
infraestructura de comunicaciones en todos los frentes y de una cierta
ampliación del alfabetismo y, por qué no, de la cobertura educativa básica y
secundaria ‒aun cuando mediocre en sus resultados‒, la gente, que no los
ciudadanos, ‒pues el concepto de ciudadanía y civilidad está en pañales en este
país‒, ha comenzado a expresar su desacuerdo y su insatisfacción con el estado
de cosas, escenario permanentemente enturbiado por el tema del narcotráfico y
de la corrupción.
Se habla de “Estados
fallidos” y pensamos en países del África subsahariana, de algunos países
centroamericanos y, por qué no, de un país como Colombia.
Según Wikipedia, “el término Estado fallido es empleado por periodistas y comentaristas políticos para
describir un Estado
soberano que, se considera,
ha fallado en la garantía de servicios básicos. Con el fin de hacer más precisa la
definición, el centro
de estudio Fund for Peace ha
propuesto los siguientes parámetros:
·
Pérdida de control
físico del territorio, o del monopolio
en el uso legítimo de la fuerza.
·
Erosión de la
autoridad legítima en la toma de decisiones.
·
Incapacidad para
suministrar servicios básicos.
·
Incapacidad para
interactuar con otros Estados, como miembro pleno de la comunidad internacional.
Por lo general, un Estado fallido se caracteriza por un fracaso social,
político, y económico, por tener un gobierno tan débil o ineficaz, que tiene
poco control sobre vastas regiones de su territorio, no provee ni puede proveer
servicios básicos, presenta altos niveles de corrupción y de criminalidad, refugiados y desplazados, así como
una marcada degradación económica. Sin embargo, el grado de control
gubernamental que se necesita para que un Estado no se considere como fallido,
presenta fuertes variaciones. Más notable aún, el concepto mismo de Estado
fallido es controvertido, sobre todo cuando se emplea mediante un argumento de autoridad, y puede tener notables
repercusiones geopolíticas.
En un sentido amplio, el término se usa para describir un Estado que se
ha hecho ineficaz, teniendo sólo un control nominal sobre su territorio, en el sentido de tener grupos armados (e incluso
desarmados) desafiando directamente la autoridad del Estado, no poder hacer
cumplir sus leyes debido a las altas tasas de criminalidad, a la corrupción
extrema, a un extenso mercado informal, a una burocracia impenetrable, a la ineficacia judicial y a la interferencia militar en
la política”.
Personalmente considero
que cualquier Estado, ‒independientemente de su importancia y preeminencia‒ que
contradice de cualquier forma sus fundamentos conceptuales y estructurales, va
en camino de ser un Estado fallido, y que mientras más sea su preponderancia
planetaria, mayores serán las consecuencias propias de este nivel de
socavamiento de sus principios y mayor nivel de inestabilidad y de caos
generará en el planeta.
¡Amanecerá y veremos!