martes, 6 de octubre de 2020

De cara al porvenir: ¿dónde están?

Pedro Juan González Carvajal
Por Pedro Juan González Carvajal*

Anuncia desafiante el presidente Trump que: “No me comprometo con una transición pacífica en caso de perder las elecciones”, como si fuera el pequeño presidenzuelo de un país marginal.

Estamos hablando del primer país del mundo en términos económicos, financieros, tecnológicos, militares, pero, sobre todo, adalid de la democracia, ejemplo y referente a seguir para muchos en todo el planeta.

Es claro que la democracia es un modelo de gobierno imperfecto, pero se supone que está basada en la autonomía de los tres poderes públicos y que, gracias a ello, los pesos y los contrapesos sirven para mantener viva la idea democrática de autorregulación.

No me causa tanta extrañeza la aseveración o amenaza del presidente actual, sino el silencio cómplice tanto del Senado con mayoría republicana, como de la Cámara con mayoría demócrata, y la posición asumida por los medios de comunicación y los intelectuales de ese país, que son muchos y muy prestantes.

Pero lo que más me asombra es el silencio del poder judicial y sus altos tribunales, quienes a pesar de lo que se viene viviendo y lo que se está observando, guardan un pasmoso silencio.

Lo malo del asunto es que si la primera potencia democrática del mundo tiene ese tipo de problemática interna, ¿qué podremos esperar de nuestra frágil democracia sometida al ejercicio de un Estado en construcción, instrumentada por gobiernos mediocres y donde el concepto de Nación no ha logrado consolidarse?

La estrategia de la creación de posturas polarizadas está dando ciertos réditos para algunos en el corto plazo, pero es insostenible. La presión hará que devenga en gobiernos autoritarios de cualquier extremo, o posiblemente, y ojalá así suceda, se pueda aún reaccionar y maniobrar para encauzar la barca democrática hacia aguas menos turbulentas.

Los distractores empleados históricamente en Colombia alrededor del miedo, el odio y la esperanza, han servido para mantener a la población en un cierto estado de shock, pero hoy, debido al auge de los medios de comunicación, del mejoramiento innegable de la infraestructura de comunicaciones en todos los frentes y de una cierta ampliación del alfabetismo y, por qué no, de la cobertura educativa básica y secundaria ‒aun cuando mediocre en sus resultados‒, la gente, que no los ciudadanos, ‒pues el concepto de ciudadanía y civilidad está en pañales en este país‒, ha comenzado a expresar su desacuerdo y su insatisfacción con el estado de cosas, escenario permanentemente enturbiado por el tema del narcotráfico y de la corrupción.

Se habla de “Estados fallidos” y pensamos en países del África subsahariana, de algunos países centroamericanos y, por qué no, de un país como Colombia.

Según Wikipedia, “el término Estado fallido es empleado por periodistas y comentaristas políticos para describir un Estado soberano que, se considera, ha fallado en la garantía de servicios básicos. Con el fin de hacer más precisa la definición, el centro de estudio Fund for Peace ha propuesto los siguientes parámetros:

·         Pérdida de control físico del territorio, o del monopolio en el uso legítimo de la fuerza.

·         Erosión de la autoridad legítima en la toma de decisiones.

·         Incapacidad para suministrar servicios básicos.

·         Incapacidad para interactuar con otros Estados, como miembro pleno de la comunidad internacional.

Por lo general, un Estado fallido se caracteriza por un fracaso social, político, y económico, por tener un gobierno tan débil o ineficaz, que tiene poco control sobre vastas regiones de su territorio, no provee ni puede proveer servicios básicos, presenta altos niveles de corrupción y de criminalidad, refugiados y desplazados, así como una marcada degradación económica. Sin embargo, el grado de control gubernamental que se necesita para que un Estado no se considere como fallido, presenta fuertes variaciones. Más notable aún, el concepto mismo de Estado fallido es controvertido, sobre todo cuando se emplea mediante un argumento de autoridad, y puede tener notables repercusiones geopolíticas.

En un sentido amplio, el término se usa para describir un Estado que se ha hecho ineficaz, teniendo sólo un control nominal sobre su territorio, en el sentido de tener grupos armados (e incluso desarmados) desafiando directamente la autoridad del Estado, no poder hacer cumplir sus leyes debido a las altas tasas de criminalidad, a la corrupción extrema, a un extenso mercado informal, a una burocracia impenetrable, a la ineficacia judicial y a la interferencia militar en la política”.

Personalmente considero que cualquier Estado, ‒independientemente de su importancia y preeminencia‒ que contradice de cualquier forma sus fundamentos conceptuales y estructurales, va en camino de ser un Estado fallido, y que mientras más sea su preponderancia planetaria, mayores serán las consecuencias propias de este nivel de socavamiento de sus principios y mayor nivel de inestabilidad y de caos generará en el planeta.

¡Amanecerá y veremos!