Por José Alvear Sanín*
Antes de la paulatina y metódica toma de
posesión de la justicia por parte de una cábala extremo-izquierdista de la cual
dependen nombramientos, ascensos y destituciones, la rama obedecía a la Ley. Esta
se interpretaba dentro de unos venerables principios generales, para que la
justicia obrase de manera independiente, imparcial, siempre dentro de los
parámetros legales. Quien acudía ante los jueces lo hacía dentro de relativa
incertidumbre. Si el resultado le era adverso, la apelación le permitía confiar
en la sabiduría y ecuanimidad del escalón superior.
En este modelo legal, el de la tridivisión del
poder público, el juez es “soberano”, en el sentido de que únicamente recibe
órdenes de la majestuosa Ley. En cambio, dentro del modelo leninista, los
jueces son ejecutores de las políticas del partido, están al servicio de la
revolución y, entonces, son simples funcionarios al servicio de un engranaje
totalitario.
En Colombia, todavía la Constitución y los
códigos derivan del modelo civilizado de la filosofía perenne, cristalizado en la
democracia liberal, mientras el personal judicial viene siendo escogido dentro
de quienes adhieren a principios diametralmente diferentes, convirtiendo la
rama en instrumento eficaz para el advenimiento de un “orden nuevo”.
La toma de la rama jurisdiccional ya se ha
completado. Al principio, las decisiones por fuera de la ley emanadas de “altas
cortes” cada vez más audaces, causaban sorpresa e indignación por su parecido
con el prevaricato, pero a medida que se hacían más frecuentes, por aquello de
que “la costumbre hace la ley”, el país se adaptó a todo, hasta el punto de
que, a pesar de que la “justicia” ha llegado justamente a ser la institución
más desprestigiada, se sigue exigiendo de manera virulenta respeto por fallos
tan alejados de la ley y del deber ser como los que derogaron el rechazo del
pueblo al “acuerdo final”, los que consagran la impunidad de los delitos de
lesa humanidad, la conexidad de los delitos sexuales con los políticos, la
creación de una corte donde se presume la inocencia de los terroristas y la
culpabilidad de los agentes del orden, la no extradición de narcoterroristas,
la interdicción de la fumigación aérea de los cultivos ilícitos, la
legalización del aborto, la desfiguración de la familia, etcétera.
A medida que estos fallos se imponen, las
cortes usurpan las funciones de las otras ramas, porque ahora juzgan, legislan
y administran, hasta llegar a la dictadura judicial que nos agobia. Las cuatro
“altas cortes” actúan coordinadamente dentro de una especie de ballet judicial,
porque el prevaricato de una se completa con el de otra.
Pero allá, en esas alturas enrarecidas, no para
el asunto, porque siempre que una actuación judicial —desde tutelas, sentencias
de juzgados municipales y de tribunales de distrito, hasta las cortes
bogotanas—, pueda ser empleada en favor de la subversión y el desorden, la
decisión deja de ser jurídica para convertirse en política, se dicta con
pasmosa celeridad y tiene asegurada su confirmación si es apelada, mientras
millones de procesos tardan años y años.
Esa asombrosa unanimidad político-judicial no
puede lograrse sin estrecha coordinación. El poder judicial se ha unificado. Ya
no se registran multitud de operadores soberanos, imparciales, ecuánimes, etcétera,
porque lo que ahora existe es una maquinaria implacable, cuyas decisiones son
siempre predecibles dentro de una línea política que las hace igualmente
tóxicas, sean de la Corte Suprema, de la Constitucional, del Consejo de Estado
o de la JEP, porque todas siguen el mismo libreto.
Observando la unísona conducta de esos órganos,
uno se ve obligado a “inferir” que están monitoreados. No olvidemos que el
monitor era aquel que, en el foro, guiaba al orador y le presentaba los
documentos… Y aquí la monitoría, plural, sigilosa y anónima, guía eficazmente a
los operadores judiciales. Algunas veces se revela, como cuando el senador
Cepeda ejerce esa monitoría para cobrar la cabeza del doctor Uribe Vélez, que,
si sale de la órbita de la CSJ, pasará a una Fiscalía también monitoreada.
En efecto, el encargado del caso Uribe es el
fiscal delegado ante la Corte Suprema, que se apresura a decir que en los “próximos
días se hará un estudio del caso para definir un método de tránsito entre los
dos sistemas procesales” y bla, bla, bla. A continuación, se ha informado que
son “ciento cincuenta funcionarios los que trabajarán en la investigación contra el expresidente”, entre policía
judicial, investigadores y fiscales.
Entonces, para resolver un asunto que requiere
media tarde de estudio, el fiscal general delega en un subalterno, carente
legalmente de autonomía, y este a su vez organiza un mecanismo de 150 personas
para superar las peores pesadillas kafkianas.
¡Dudo que siquiera el Tribunal de Nuremberg
haya necesitado tamaña tropilla de golillas!
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Tengo el privilegio de conservar un video que
recoge las últimas recomendaciones del doctor Mariano Ospina Hernández en su
último cumpleaños, que miro y remiro porque él, a la manera de Sócrates, indagaba
con sencillez y profundidad. A lo largo de casi 50 años pudimos seguir su
invariable preocupación ante las tres pobrezas —económica, mental y moral— que
aquejan al país, y que para él debían superarse dentro de los principios
imperecederos del cristianismo y la democracia, sin claudicaciones, luchando
siempre por lograr su expresión mayoritaria en las urnas.
Esa misma inspiración la encuentro,
afortunadamente, en el programa de la promisoria Alianza para la Reconstrucción
de Colombia, orientada por el doctor Luis Alfonso García Carmona y llamada a
expresar los ideales democráticos con la claridad y la concisión necesarias
para llegar a todas las capas de la sociedad colombiana.
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Un atento lector de La Linterna Azul, desde Madrid nos advierte que sin justicia no
puede haber democracia, y por lo tanto, nos recomienda dar la máxima prioridad
a la recuperación del poder judicial, como una de las ideas centrales en la
lucha por el rescate institucional del país.