Por
José Leonardo Rincón, S. J.*
La verdad sea dicha, no oculté mi malestar con el alargue de esto que
ahora llaman el aislamiento obligatorio. Tenía la manifiesta esperanza en que
desde el 27 de este mes terminaríamos con la cuarentena y poco a poco volveríamos
a la normalidad. Y mi fastidio no es por estar encerrados cuidándonos, sino por
no hablar claro y directo. ¿Para qué nos generan ilusiones y expectativas que
de antemano se sabe no se cumplirán? Primero que el 13, después que el 27,
ahora dizque el 11 de mayo. Y ya me imagino al presidente con cara compungida
diciéndonos que va hasta el 31, para luego extenderlo, en módicas cuotas, hasta
agosto.
Claudia López de modo frentero ha dicho que “nos vemos hasta el año
entrante” y aunque suena exagerada, creo que es crudamente realista. Posponer
el aislamiento no solo es para salvar vidas, sino para evitar un colapso
hospitalario. Mientras no se produzca la vacuna, cosa que puede tardar meses, y
no haya un número amplio de pruebas diagnósticas diarias, estaremos condenados
a contagiarnos en un porcentaje que algunos calculan entre el 60 y el 70%, volumen
que ayudaría por otro lado a generar la inmunidad, dicen los expertos, para
convivir sin temores y aspavientos con el COVID.
Es evidente que este problema nos tomó por sorpresa y por eso lo que
está sucediendo. Nunca imaginamos el poder de este virus para someternos y lo
que me preocupa es que están resultando ciertas las apocalípticas voces que nos
han dicho que esto apenas está comenzando y que lo peor está por venir. Si en
Europa y USA, después de todas estas semanas, no hay señales reales de mejora a
pesar de las medidas asumidas y contando con infraestructuras hospitalarias
mejores que las nuestras, la única forma que esto aquí no sea la debacle es
estando encerrados, porque en realidad aún desconocemos la magnitud del
contagio entre nosotros.
Pero ¿por qué después de las medidas adoptadas sigue creciendo el número
de infectados? Porque fueron demasiado laxas y el número de excepciones muy
alto, de manera que el riesgo de que esos potenciales vectores estuvieran
sueltos deambulando todos los días por las calles, explica por qué en cárceles,
hospitales y en sitios donde se supone no había enfermos, ahora aparezcan en
bloque. Estamos en Macondo y la indisciplina social va creciendo. La prevención
y la asepsia no son nuestra fortaleza y en cambio la parranda, el mamagallismo
y el olimpismo para pasarse por la faja las normas, sí. Y la gente que se tomó
en serio las órdenes, cada vez más, está saliendo a las calles no solo porque
está desesperada psicológicamente con el confinamiento sino, principalmente, porque
necesita sobrevivir.
Nuestra reflexión va evolucionando también. El problema es sanitario,
pero lo es también económico y como no estamos en el hemisferio norte sino en
el sur, a estas alturas uno no sabe si el remedio es peor que la enfermedad: o
se cuida la salud y se muere de hambre porque la plata se va acabando y no hay Estado
para sostenernos a todos largo tiempo o la economía se reactiva y la cuota de
muertos se dispara. Hay tantos románticos sueltos como irresponsables y tanta
gente honesta como ladrones oportunistas que están robando a sus anchas
aprovechándose del caos. Y lo que me preocupa es estar en una olla de presión
que está hirviendo y subiendo la temperatura. ¡Que mi Dios nos coja confesados!
Necesitamos liderazgos basados no en el populismo oportunista sino en el
discernimiento, la sensatez y la cordura, pero también la honestidad, la verdad
y el rigor y la disciplina para caramelear menos y decidir con rectitud y
sabiduría. ¡Te lo pedimos, Señor! (porque esto va para largo).