miércoles, 22 de abril de 2020

Breve historia de la mermelada

Por José Alvear Sanín*

José Alvear Sanín
La República de Colombia fue austera desde la Independencia hasta Alberto Lleras. Los gobernantes llevaban vidas frugales antes, en y después de ocupar la primera magistratura, que era una especie de profesión quijotesca para la clase media. Así llegaron al solio poetas, caudillos de las guerras civiles, filólogos, periodistas y juristas. Los magnates y los potentados no figuran en esa serie. Es verdad que pobres de solemnidad, como don Marco Fidel Suárez, no han sido muchos, pero tampoco tuvimos gentes como Juan Vicente Gómez, los Somoza, Trujillo, Perón, Fidel Castro, y otros tantos que no distinguían entre el tesoro público y el patrimonio personal.

El talante de nuestros presidentes puede ilustrarse con la historia del tapiz de la esposa de Eustorgio Salgar (1870-72). La buena señora, para decorar el humilde palacio oficial, había llevado el tapete de su sala. Cuando lo iba a retirar, su marido le dijo: “Déjalo, que nadie vio cuando lo trajiste, pero todo el mundo verá cuando te lo lleves”.

Este decoro estuvo siempre presente en la presidencia, hasta cuando el general Rojas, aconsejado posiblemente por su yerno, Samuel Moreno, se hizo deudor de bancos oficiales para surtir de ganado unas haciendas que le habían obsequiado. Esos, pecadillos por comparación con lo que hemos llegado a presenciar impertérritos, le hicieron perder el respeto ciudadano y explican su caída.

El general fue sucedido por Alberto Lleras Camargo, el personaje más austero imaginable, condición que explica por qué nadie en nuestra historia ha ejercido la autoridad con mayor acatamiento. El general había importado al país la escuela peronista de la “propaganda oficial”. Su gobierno repartía auxilios familiares, mercados, juguetes, camisetas, almanaques, y organizaba espectáculos… Trajo la televisión y la puso al servicio de su imagen, y al Diario Oficial le añadió 40 páginas para competir con la prensa independiente…

No es de extrañar entonces que Lleras Camargo prohibiese toda publicidad diferente de los edictos judiciales y las convocatorias para licitaciones. Igual determinación, propia de una república de filósofos, tomó su sucesor, Guillermo León Valencia, hidalgo como Don Quijote en achaques económicos.

En cambio, Carlos Lleras, sin duda gran presidente, cometió el error de autorizar a las empresas oficiales para gastar en publicidad. A partir de ese momento el gobierno se convirtió en el gran anunciador de prensa, radio y tv; y los medios, en sus obsecuentes corifeos.

Después de Lleras Restrepo, los presidentes han sido más o menos dadivosos con los medios. El país se enseñó a esa “picardía”, otra triquiñuela más de las que contaminan la política. Por desgracia, esta costumbre se fue haciendo ley, y este clientelismo mediático se fue ampliando y ampliando… y a medida que internet fue reduciendo la circulación de los diarios, con la consiguiente disminución de la pauta privada, la pública se convirtió en determinante del P y G.

En el gobierno de Santos se superaron todas las talanqueras y apareció entonces lo que se llamó “mermelada”. Esta no solo “aceitó” con cifras inverosímiles a los congresistas, sino que también se tradujo en billones de pesos para subsidiar de manera subrepticia los grandes medios, fletar espléndidamente columnistas, enriquecer contratistas de los que ahora llaman “influencers” (como la dizque cumbre moral de Mockus), pagar reportajes, editar libros que nadie lee, financiar películas y documentales y llevar periodistas y sus parejas de cualquier sexo, en el avión presidencial, a viajes tan provocativos como costosos e inútiles.

El mal ejemplo capitalino no tardaría en hacer metástasis en la provincia. A los alcaldes y gobernadores de elección popular se los autorizó para montar canales regionales de tv, que muy poco rating atraen, para repetir día y noche la palinodia de los gobernantes locales, que, como si esto fuera poco, también sostienen los incontables noticieros de miles de radioperiodistas que no tienen anunciadores distintos de alcaldías, gobernaciones y empresas locales del Estado.

En Medellín un alcalde mediocre y sus sucesores llevaron la pauta oficial a niveles astronómicos del orden de 100.000 millones y más anuales. Fajardo con ese despilfarro monumental y con la compra a Santodomingo y Sarmiento, a muy buen precio, del 50% de las acciones de una empresa mixta y quebrada, de comunicaciones, se convirtió en personaje nacional.

Tengo que contar esta trágica historia, porque después de atacar justamente a Peñalosa por emular con Fajardo, en estos meses iniciales de su gárrula y parlanchina alcaldía, Claudia López, con los ojos puestos en la presidencia, ha comenzado a esparcir millonaria mermelada municipal en los medios capitalinos y ha contratado por $1.200 millones un estudio relativo a la “percepción que se tiene de su gestión”.

El doloso abuso del presupuesto para el engrandecimiento político personal ronda en todos los casos, muy de cerca, la corrupción, que tanto se ataca de dientes para afuera…

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Ojalá la revisión de los contratos de emergencia por el coronavirus no sea ejercida de manera selectiva por las “ías” santistas. Hay multitud de contratos sospechosos en centenares de municipios, pero los más preocupantes