Por José Alvear Sanín*
La República de Colombia fue austera desde la
Independencia hasta Alberto Lleras. Los gobernantes llevaban vidas frugales
antes, en y después de ocupar la primera magistratura, que era una especie de
profesión quijotesca para la clase media. Así llegaron al solio poetas,
caudillos de las guerras civiles, filólogos, periodistas y juristas. Los magnates
y los potentados no figuran en esa serie. Es verdad que pobres de solemnidad,
como don Marco Fidel Suárez, no han sido muchos, pero tampoco tuvimos gentes
como Juan Vicente Gómez, los Somoza, Trujillo, Perón, Fidel Castro, y otros
tantos que no distinguían entre el tesoro público y el patrimonio personal.
El talante de nuestros presidentes puede
ilustrarse con la historia del tapiz de la esposa de Eustorgio Salgar
(1870-72). La buena señora, para decorar el humilde palacio oficial, había
llevado el tapete de su sala. Cuando lo iba a retirar, su marido le dijo: “Déjalo,
que nadie vio cuando lo trajiste, pero todo el mundo verá cuando te lo lleves”.
Este decoro estuvo siempre presente en la
presidencia, hasta cuando el general Rojas, aconsejado posiblemente por su
yerno, Samuel Moreno, se hizo deudor de bancos oficiales para surtir de ganado
unas haciendas que le habían obsequiado. Esos, pecadillos por comparación con
lo que hemos llegado a presenciar impertérritos, le hicieron perder el respeto
ciudadano y explican su caída.
El general fue sucedido por Alberto Lleras
Camargo, el personaje más austero imaginable, condición que explica por qué
nadie en nuestra historia ha ejercido la autoridad con mayor acatamiento. El general
había importado al país la escuela peronista de la “propaganda oficial”. Su
gobierno repartía auxilios familiares, mercados, juguetes, camisetas,
almanaques, y organizaba espectáculos… Trajo la televisión y la puso al
servicio de su imagen, y al Diario Oficial le añadió 40 páginas para competir
con la prensa independiente…
No es de extrañar entonces que Lleras Camargo
prohibiese toda publicidad diferente de los edictos judiciales y las
convocatorias para licitaciones. Igual determinación, propia de una república
de filósofos, tomó su sucesor, Guillermo León Valencia, hidalgo como Don
Quijote en achaques económicos.
En cambio, Carlos Lleras, sin duda gran
presidente, cometió el error de autorizar a las empresas oficiales para gastar
en publicidad. A partir de ese momento el gobierno se convirtió en el gran anunciador
de prensa, radio y tv; y los medios, en sus obsecuentes corifeos.
Después de Lleras Restrepo, los presidentes han
sido más o menos dadivosos con los medios. El país se enseñó a esa “picardía”,
otra triquiñuela más de las que contaminan la política. Por desgracia, esta
costumbre se fue haciendo ley, y este clientelismo mediático se fue ampliando y
ampliando… y a medida que internet fue reduciendo la circulación de los
diarios, con la consiguiente disminución de la pauta privada, la pública se
convirtió en determinante del P y G.
En el gobierno de Santos se superaron todas las
talanqueras y apareció entonces lo que se llamó “mermelada”. Esta no solo
“aceitó” con cifras inverosímiles a los congresistas, sino que también se
tradujo en billones de pesos para subsidiar de manera subrepticia los grandes
medios, fletar espléndidamente columnistas, enriquecer contratistas de los que
ahora llaman “influencers” (como la dizque cumbre moral de Mockus),
pagar reportajes, editar libros que nadie lee, financiar películas y
documentales y llevar periodistas y sus parejas de cualquier sexo, en el avión
presidencial, a viajes tan provocativos como costosos e inútiles.
El mal ejemplo capitalino no tardaría en hacer
metástasis en la provincia. A los alcaldes y gobernadores de elección popular
se los autorizó para montar canales regionales de tv, que muy poco rating
atraen, para repetir día y noche la palinodia de los gobernantes locales, que,
como si esto fuera poco, también sostienen los incontables noticieros de miles de
radioperiodistas que no tienen anunciadores distintos de alcaldías,
gobernaciones y empresas locales del Estado.
En Medellín un alcalde mediocre y sus sucesores
llevaron la pauta oficial a niveles astronómicos del orden de 100.000 millones
y más anuales. Fajardo con ese despilfarro monumental y con la compra a
Santodomingo y Sarmiento, a muy buen precio, del 50% de las acciones de una
empresa mixta y quebrada, de comunicaciones, se convirtió en personaje
nacional.
Tengo que contar esta trágica historia, porque
después de atacar justamente a Peñalosa por emular con Fajardo, en estos meses
iniciales de su gárrula y parlanchina alcaldía, Claudia López, con los ojos
puestos en la presidencia, ha comenzado a esparcir millonaria mermelada
municipal en los medios capitalinos y ha contratado por $1.200 millones un
estudio relativo a la “percepción que se tiene de su gestión”.
El doloso abuso del presupuesto para el
engrandecimiento político personal ronda en todos los casos, muy
de cerca, la corrupción, que tanto se ataca de dientes para afuera…
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