Por José Alvear Sanín*
Supongamos que la nave sin capitán no naufraga
antes de 2022, para hacer algunas consideraciones probabilistas sobre el debate
presidencial de ese año.
En primer lugar, conviene analizar las fuerzas
políticas que efectivamente competirán entonces por la presidencia. Serán dos,
de izquierda. Ambas están más o menos coaligadas hasta ahora por su apego al Acuerdo
Final con las FARC y su defensa incondicional de su cumplimiento integral,
incluyendo la JEP y demás esperpentos.
A la primera podemos llamarla soro-santismo. Reúne
a los seguidores del expresidente Santos y a los de varios voraces manzanillos,
como César Gaviria y Germán Vargas Lleras. Tienen gran fuerza en el Congreso, y
también en el gobierno, donde disponen de entre 70% y 80% de los altos
funcionarios y de la cada vez menos disimulada simpatía del presidente. El
soro-santismo puede definirse como marxismo cultural más neoliberalismo. En
consecuencia, no se opone al aborto, el matrimonio gay y el indoctrinamiento de
los niños en la ideología de género.
La segunda fuerza está representada por una
constelación inestable pero eficaz de movimientos de extrema izquierda, un
partido que es verde por fuera y rojo por dentro; el Polo, la Colombia Humana,
las Farc parlamentarias, etcétera, algo así como la suma de las distintas
caretas, coordinadas por el partido comunista clandestino al servicio de la
revolución. Todos estos movimientos son marxista-leninistas, y por tanto,
partidarios del colectivismo económico, la lucha de clases y la dictadura del
proletariado.
Se me dirá que omito considerar las fuerzas de
derecha como posibilidad electoral en el año 2022. Si las cosas siguen como van
y se empeñan en apoyar el actual desorden político, dentro de tres años estarán
liquidadas.
Hacia 2022, es bien posible que la ambición de
Fajardo divida a la extrema izquierda. Este individuo infunde poco temor en
comparación de Petro, pero no es menos peligroso. Es posible, entonces, prever
una pugna entre dos “socialismos”, uno aparentemente democrático y chévere, y
el otro, extremista, revolucionario y aterrador.
Un país fatigado por cuatro años de clima
prerrevolucionario e ineptitud política puede caer en la tentación de escoger
esa opción caviar-marxista, en vez de un Petro o un Cepeda. En ese caso apenas
tendríamos otro aplazamiento de la revolución, porque la historia enseña que
siempre las tendencias “moderadas” son aplastadas luego por las “radicales”.
Nadie puede negar los esfuerzos del presidente
Duque para hacer una buena administración, pero mientras no haga buena
política, su esfuerzo solo servirá para entregar un país más próspero a la
izquierda, a menos de que el desorden permanente, de paros, marchas, mingas,
bombas, “disidencias”, voladura de oleoductos, etcétera, lleve al inevitable
deterioro de la economía, y por ende, al éxito electoral de la izquierda.
Estamos asistiendo a los momentos más difíciles
de la historia de Colombia. Podemos caer al abismo si desde ahora no se
manifiesta una indoblegable y permanente voluntad política de impedir el
triunfo de la revolución. Seguir ignorando la bien planeada y mejor ejecutada
estrategia del socialismo del siglo XXI es una actitud suicida. No más
autogoles, por favor…
Urge, en consecuencia, montar los mecanismos de
defensa de las instituciones y preservación electoral de la democracia, sin
dilación y con la mayor determinación, para lo cual el país reclama desde ahora
mismo la aparición de un líder capaz, valiente, honesto y preparado, a disposición
de la nación en cualquier momento.