José Alvear Sanín*
Catherine Merridale
es una historiadora inglesa estudiosa desde su tesis de grado (1987) a los
temas rusos, a los que ha dedicado varios y bien premiados libros. El más
reciente es “El tren de Lenin”: Los orígenes de la Revolución Rusa (Barcelona: Crítica; 2017).
Discrepo del subtítulo, porque la incubación de esa revolución viene desde, por
lo menos, 1891, si nos atenemos a la monumental obra de Orlando Figes, “La Revolución Rusa” (Barcelona: Edhasa; 2010), y por tanto, no se limita a los
acontecimientos entre abril de 1917 (cuando Vladimir Ilich arriba a Petrogrado)
y octubre del mismo año (cuando se apodera del Estado).
Este ágil y bien
documentado relato arranca con la decisión del gobierno alemán de autorizar el
traslado de Lenin, de Suiza a Suecia, acompañado por doce secuaces. Este viaje,
en un incómodo tren sellado, duró más de una semana. De Estocolmo, ya el líder
revolucionario y sus secuaces podrían seguir a Rusia. Con la ayuda de Lenin los
alemanes querían derrocar el gobierno provisional que, a la caída del zar, se
empeñaba en seguir hasta el final la guerra contra el Kaiser. Obtenida una paz
separada, a la defección de Rusia, seguiría el colapso anglo-francés en el
Oeste.
Desde luego, lo de
Lenin era traición, acompañada, además, de financiación por parte del enemigo,
para su actividad revolucionaria.
Este tema es bien
conocido, pero el libro que comento abunda en detalles del mayor interés sobre
la actuación de un extraño personaje, Alexandr Helphand (conocido como Parvus),
socialista, revolucionario, traficante y millonario, que conviene con Berlín
esa audaz intervención, porque de otra manera Lenin hubiera tenido que
permanecer en Suiza, alejado de la revolución que acababa de estallar por fin
en Rusia.
Aunque la narración
no siempre agarra, hay páginas bien destacables: la connivencia de Lenin con la
potencia enemiga, las condiciones y circunstancias del viaje y, sobre todo, las
que describen tanto la verdadera Revolución de Marzo-Abril como la fragilidad
del gobierno provisional que de ella resulta y el Putsch de Octubre. Quizá son
estas las mejores que he leído sobre esos meses. También excelente el capítulo
final, donde la autora abandona el tono imparcial, para describir el terrible
final de los doce del tren, que acaban devorados por la inevitable crueldad del
proceso sanguinario creado por Lenin y perfeccionado por Stalin.
A medida que me
acercaba al final, no pude dejar de considerar el destino de Alexander Kerenski.
Llega a la cúspide del gobierno provisional, pero es incapaz de detener la
deriva hacia el caos y el inevitable golpe de Estado que llevará a los
bolcheviques al poder y a la tragedia aterradora que él, más que nadie, podía
prever. Salido de alguna facción revolucionaria, Kerenski es capaz de
neutralizar la reacción monárquica, pero no puede apuntalar las fuerzas
social-democráticas, porque no se atreve a golpear de manera definitiva a los
bolcheviques. En el fondo, solo ve enemigos a la derecha, trágico error que se
repetirá más de una vez y en más de un país.
Caído y exiliado, Kerenski
pasará el resto de su vida excusándose con la cantaleta de que, si hubiera
tenido la plena prueba de la connivencia de Lenin con Alemania, lo habría
detenido oportunamente…
La historia de ese
gobernante incompetente me llevó a considerar cómo los líderes enfáticos,
fuertes y siempre al mando (como la autora describe a Lenin), llevan las de ganar
cuando el orden y las instituciones dependen de señores excelentes pero
débiles. Luis XVI y Nicolás II eran magníficos esposos y padres, pero
enfrentados a movimientos avasalladores, por indecisión, debilidad e
incapacidad, sumieron a sus países en las más terribles tragedias. Tampoco pude
dejar de recordar la triste figura del nonagenario mariscal Von Hindenburg,
presidente del Reich, incapaz de impedir el acceso paulatino pero imparable del
cabo Hitler.
Finalmente,
consideré cómo la revolución colombiana, impulsada desde 2010 sin señales de
desfallecimiento, avanza en un país donde tantos no dejan gobernar y donde el
gobierno no parece querer hacerlo.
***
Observo que, según
los medios y varios gobiernos de América Latina, robarse las elecciones en
Bolivia no fue golpe de Estado, porque este consiste en lo contrario: frustrar
los efectos del fraude y organizar elecciones libres.
***
Laureano Gómez y los
masones 1936-42 (Bogotá: Planeta; 2005), de Thomas J. Williford, es el trabajo
bien documentado de un gringo que ha vivido un buen tiempo en Colombia. El
autor se empeña en limpiar a las logias y en pretender que las campañas del
líder conservador contra La Hermandad obedecían solo a oportunismo político.
Ignorar hasta qué punto la actitud anticatólica de los gobiernos masónicos de
esos años estimuló el clima pugnaz y sectario que desembocó en la Violencia es
excusable en un extranjero, pero no fortalece su interpretación de las
motivaciones profundas del doctor Gómez en su confrontación con la “discreta
sociedad”.