Por Antonio Montoya H.*
Tengo una sensación cada vez más
fuerte, palpitante y triste, que de pronto es compartida por algunas personas
en el país. Consiste en corroborar que nosotros no tenemos memoria histórica,
otros países del mundo sí la tienen, la reviven, la sienten. En cambio, en
Colombia, desde nuestra independencia, por no remontarme hasta el
descubrimiento y la conquista, no sé por qué se borra en la mente de los grupos
humanos que van sucediendo a otros, los acontecimientos que los procedieron, por
qué pasaron, y sus consecuencias positivas o negativas. Y así vamos repitiendo
el ciclo doloroso de la violencia, el odio y la muerte.
Me voy a remontar únicamente a
lo que ha sucedido en Colombia, con varios aspectos que han sido cotidianos en
nuestras vidas, todos ellos lamentables y cuyo origen no fue propiamente del
siglo XX, vienen de atrás, de los múltiples conflictos de siglos anteriores que
incluyen varias guerras locales y nueve guerras civiles, tal vez con algo de
paz entre 1900 y 1930.
Esos conflictos son, en orden
de aparición para mí: La violencia partidista (liberales y conservadores), la
muerte de Gaitán, el golpe de Estado del general Rojas Pinilla, la conformación
—fundamentalmente en el año 1962— de las guerrillas y posteriormente la aparición
de las FARC, ELN, EPL, y otros más; el acuerdo del Pacto Nacional entre
liberales y conservadores que permitió una mejor convivencia entre 1958 y 1978,
pero que no dio oportunidades a otros grupos, y por ende, al ser excluyente,
generó conflictos; las elecciones de 1970, que conllevó a la creación del M19;
el poco desarrollo entre 1970 y 1980, la violencia social que generó el
asesinato de varios candidatos a finales de la década del 90, el surgimiento
del narcotráfico y las consecuencias nefastas para la sociedad al ser esta
permeada, y cómo afectó a las juventudes, entre los 17 y 25 años, quienes
ilusionadas por el voraz deseo de riqueza inmediata, murieron víctimas de la
droga y la violencia; la guerra contra el Estado, la ausencia de este en casi
la mitad del territorio nacional, el auge de la guerrilla y los intentos
fallidos de paz… terrorismo, muerte, secuestros, masacres, en fin, una descripción
apocalíptica de lo que sucedió en nuestra tierra, ante nuestra impávida mirada,
sobreviviendo al dolor y al miedo.
No se nos puede olvidar, y eso
es lo que está ocurriendo, que nuestra juventud, es decir aquellos que nacieron
después del año 2002, no conocen la historia, no vivieron, ni sufrieron la
violencia, no percibieron que de la ciudad no se podía salir, que las
carreteras y regiones no eran controladas por el Estado, que en todo el mundo éramos
rechazados, estigmatizados y todos, sin exclusión alguna, humillados en los
aeropuertos: requisados, maltratados y en casi todas partes requeríamos visa
para viajar.
Qué horribles tiempos aquellos;
miles de familias abandonaron el país, muchos murieron víctimas de la violencia
en todos los lugares y en todos los estratos, familias y amigos que no tenían
nada que ver en el conflicto. En las noches se escuchaba en las ciudades el
rugir de las bombas estallando; era sin duda alguna el fin del mundo, sin
seguridad, ni estabilidad social, pero con justicia y por ello, por cumplir con
su deber, mataban a jueces y fiscales.
En el año 2002 se inició el
mandato el doctor Álvaro Uribe Vélez, como presidente de la República, y en
cuyo acto de posesión fue inaugurado con bombas que llegaron hasta el Congreso.
Pero sin miedo, retomó el rumbo del país y sin cesar ni de día ni de noche, lo convirtió
de fallido, en un país próspero y reconocido en el mundo. Quitó el miedo y se
retomó el sendero del desarrollo, no sin antes negociar con varios sectores de
los grupos contrarios al Estado, de extraditar sin miedo, de combatir la
guerrilla, de tender la mano al que quería reintegrarse, pero siempre de frente
blandiendo la bandera de la justicia y de la equidad.
Dirán algunos que soy Uribista
furibundo; pues no lo soy. Lo critiqué en columnas por la segunda reelección y
por el tercer intento, pero nunca por su entrega al país a costa de su familia
y vida. Hoy, después de ver los ocho años de Santos, del resultado del proceso de
paz, el cual también voté por el SÍ, debo reconocer y también lo he expresado públicamente
que me equivoqué, que fuimos vilmente engatusados y que hoy no tenemos ni paz,
ni justicia, ni institucionalidad y volvimos al pasado.
Lo que al final de este
recuento me molesta, es que persigamos al que no es culpable, al que día a día,
debate públicamente, sin miedo, por la defensa de la institucionalidad. A él lo
llevan el 8 de octubre a indagatoria, la cual asumirá seguramente con
fortaleza, preparación y sensatez, ante una corte, que hoy es un cartel, que no
se juzga a sí misma, ni cambia, y que, sin embargo, esperamos actúe en justicia.
Al fin de cuentas la historia
no es solo escribirla, es reconocer los errores y éxitos de quienes la generan.
Por ello, invito a los colegios, universidades, historiadores, columnistas a
que hablemos de Colombia, revivamos el pasado para construir una mejor vida y
que las generaciones que nos sucedan dejen de estar engolosinadas en pensar que
son los mejores y que la historia para qué.