lunes, 2 de septiembre de 2019

Memoria histórica


Por Antonio Montoya H.*

Antonio Montoya H.
Tengo una sensación cada vez más fuerte, palpitante y triste, que de pronto es compartida por algunas personas en el país. Consiste en corroborar que nosotros no tenemos memoria histórica, otros países del mundo sí la tienen, la reviven, la sienten. En cambio, en Colombia, desde nuestra independencia, por no remontarme hasta el descubrimiento y la conquista, no sé por qué se borra en la mente de los grupos humanos que van sucediendo a otros, los acontecimientos que los procedieron, por qué pasaron, y sus consecuencias positivas o negativas. Y así vamos repitiendo el ciclo doloroso de la violencia, el odio y la muerte.

Me voy a remontar únicamente a lo que ha sucedido en Colombia, con varios aspectos que han sido cotidianos en nuestras vidas, todos ellos lamentables y cuyo origen no fue propiamente del siglo XX, vienen de atrás, de los múltiples conflictos de siglos anteriores que incluyen varias guerras locales y nueve guerras civiles, tal vez con algo de paz entre 1900 y 1930.

Esos conflictos son, en orden de aparición para mí: La violencia partidista (liberales y conservadores), la muerte de Gaitán, el golpe de Estado del general Rojas Pinilla, la conformación —fundamentalmente en el año 1962— de las guerrillas y posteriormente la aparición de las FARC, ELN, EPL, y otros más; el acuerdo del Pacto Nacional entre liberales y conservadores que permitió una mejor convivencia entre 1958 y 1978, pero que no dio oportunidades a otros grupos, y por ende, al ser excluyente, generó conflictos; las elecciones de 1970, que conllevó a la creación del M19; el poco desarrollo entre 1970 y 1980, la violencia social que generó el asesinato de varios candidatos a finales de la década del 90, el surgimiento del narcotráfico y las consecuencias nefastas para la sociedad al ser esta permeada, y cómo afectó a las juventudes, entre los 17 y 25 años, quienes ilusionadas por el voraz deseo de riqueza inmediata, murieron víctimas de la droga y la violencia; la guerra contra el Estado, la ausencia de este en casi la mitad del territorio nacional, el auge de la guerrilla y los intentos fallidos de paz… terrorismo, muerte, secuestros, masacres, en fin, una descripción apocalíptica de lo que sucedió en nuestra tierra, ante nuestra impávida mirada, sobreviviendo al dolor y al miedo.

No se nos puede olvidar, y eso es lo que está ocurriendo, que nuestra juventud, es decir aquellos que nacieron después del año 2002, no conocen la historia, no vivieron, ni sufrieron la violencia, no percibieron que de la ciudad no se podía salir, que las carreteras y regiones no eran controladas por el Estado, que en todo el mundo éramos rechazados, estigmatizados y todos, sin exclusión alguna, humillados en los aeropuertos: requisados, maltratados y en casi todas partes requeríamos visa para viajar.

Qué horribles tiempos aquellos; miles de familias abandonaron el país, muchos murieron víctimas de la violencia en todos los lugares y en todos los estratos, familias y amigos que no tenían nada que ver en el conflicto. En las noches se escuchaba en las ciudades el rugir de las bombas estallando; era sin duda alguna el fin del mundo, sin seguridad, ni estabilidad social, pero con justicia y por ello, por cumplir con su deber, mataban a jueces y fiscales.

En el año 2002 se inició el mandato el doctor Álvaro Uribe Vélez, como presidente de la República, y en cuyo acto de posesión fue inaugurado con bombas que llegaron hasta el Congreso. Pero sin miedo, retomó el rumbo del país y sin cesar ni de día ni de noche, lo convirtió de fallido, en un país próspero y reconocido en el mundo. Quitó el miedo y se retomó el sendero del desarrollo, no sin antes negociar con varios sectores de los grupos contrarios al Estado, de extraditar sin miedo, de combatir la guerrilla, de tender la mano al que quería reintegrarse, pero siempre de frente blandiendo la bandera de la justicia y de la equidad.

Dirán algunos que soy Uribista furibundo; pues no lo soy. Lo critiqué en columnas por la segunda reelección y por el tercer intento, pero nunca por su entrega al país a costa de su familia y vida. Hoy, después de ver los ocho años de Santos, del resultado del proceso de paz, el cual también voté por el SÍ, debo reconocer y también lo he expresado públicamente que me equivoqué, que fuimos vilmente engatusados y que hoy no tenemos ni paz, ni justicia, ni institucionalidad y volvimos al pasado.

Lo que al final de este recuento me molesta, es que persigamos al que no es culpable, al que día a día, debate públicamente, sin miedo, por la defensa de la institucionalidad. A él lo llevan el 8 de octubre a indagatoria, la cual asumirá seguramente con fortaleza, preparación y sensatez, ante una corte, que hoy es un cartel, que no se juzga a sí misma, ni cambia, y que, sin embargo, esperamos actúe en justicia.

Al fin de cuentas la historia no es solo escribirla, es reconocer los errores y éxitos de quienes la generan. Por ello, invito a los colegios, universidades, historiadores, columnistas a que hablemos de Colombia, revivamos el pasado para construir una mejor vida y que las generaciones que nos sucedan dejen de estar engolosinadas en pensar que son los mejores y que la historia para qué.