Por José Alvear Sanín*
Corre
en la red el video del teniente coronel comandante del Grupo (Batallón) de
Caballería Revéis Pizarro, en Saravena, Arauca, poniendo los puntos sobre las
íes en cuanto a lo que significa ser soldado del ejército de Colombia. Al oírlo
me emocioné. Fui comandante de esa unidad táctica entre 1996 y 1997; años duros
y difíciles. Y me llamó la atención que el oficial declarase con orgullo ser
hijo de un suboficial.
El
escalafonamiento castrense entre oficiales, suboficiales y tropa es una
división funcional diseñada para la guerra desde la época griega. Luego de los
romanos, en la era federiciana, devino en un fraccionamiento clasista en donde
únicamente los nobles eran oficiales y quienes no fueran de la realeza, pero
tuvieran condiciones excepcionales, podían ser suboficiales. El sargento,
entonces, se convirtió en el eje articular del mejor ejército europeo para la
época. De Prusia, ese tipo de organización saltó a Chile y de ahí llegó a
Colombia, después de la guerra de los mil días. Ambos países, sin nobleza y
altamente interraciales.
Hoy,
es impensable que los hijos de generales sean suboficiales, pero los hijos de
los suboficiales frecuentemente logran ser oficiales, en una dinámica que
garantiza la esencia de liderazgo militar pues no es buen jefe quien no fue
buen subalterno. Y los que nacen generales, no siempre entienden las dinámicas
internas de “su” ejército.
Las
jerarquías por grados y responsabilidades, la disciplina, severidad,
tradiciones y símbolos, son características –y necesidades– de los cuerpos
armados de todos los Estados. En los occidentales, esas peculiaridades han
permitido democracia, seguridad y desarrollo; en los comunistas, ayudan a la
tiranía a convertir el país en un cuartel y a la sociedad en soldadesca, como
en Venezuela. Aquí, comunistas, resentidos y oportunistas han aprovechado la
rígida estructura castrense para intentar generar odio de clases, especialmente
entre retirados y reservistas.
Bien
por el coronel Rico, hijo de sargento mayor. Es en esos contextos familiares y
operacionales en donde se forja el carácter, la moral y la probidad. Allí es
donde uno entiende que el coronelato no es un honor, sino un peso ético que,
como una columna, soporta el deber ser de la institución bicentenaria. Los
cajones de arena, cartas de situación, estadísticas y oficinas burocráticas,
cultivan guerreros de utilería. Y son los soldados de verdad, los de “una
profesión de hombres honrados” como diría Calderón de la Barca, los que ahora
Colombia reclama con apremio.