miércoles, 5 de junio de 2019

Cómo salir de la dictadura judicial


Por José Alvear Sanín*

José Alvear Sanín
Dictador, según el DRAE, es la “persona que se arroga o recibe todos los poderes políticos y los ejerce sin limitación jurídica”. Definición incompleta, porque la dictadura puede ser ejercida también por una camarilla, una familia o un partido. Es una forma odiosa de gobernar, cuando se ejerce contra la expresa voluntad mayoritaria de un pueblo que no puede sacudirse la coyunda, como está ocurriendo en Colombia, donde unos organismos pomposamente llamados “altas cortes” se han arrogado una supremacía sobre las demás ramas del poder, bien sea amedrentando al ejecutivo, anulando con frecuencia sus decisiones o derogando leyes.

Todos estos actos de las cortes, mediante extralimitación jurídica, vienen constituyendo un golpe de Estado permanente, con sentencias absurdas e inapelables. Siguiendo las instrucciones de la extrema izquierda, las cortes se han convertido en los más eficaces ejecutantes del tal “nuevo derecho”, surgido del “acuerdo final”, que conduce al país hacia la revolución, poniendo en obra la funesta hoja de ruta de Timo y Santos.

Con la aparición de la JEP, esta eficaz dictadura judicial se ha vuelto tetracéfala. Contrariamente a lo que cabía esperar de cuatro órganos formados por las peores raposas jurídicas, en vez de estar enzarzadas en discusiones rabulescas e interminables, en la práctica colaboran armónica y coordinadamente con las fuerzas que actúan para la consolidación del narcoestado en el que se está convirtiendo Colombia.

En estas condiciones, la JEP no ha resultado peor que la Corte Constitucional; y la Suprema y el Consejo de Estado no son mejores que las anteriores. La concatenación de sentencias de estos cuerpos en favor de un narcotraficante (o mafioso, como dice el presidente Duque) corrobora el sesgo antijurídico de esos tribunales, mientras el gobierno se aferra en su sesgo “jurídico”, respetando la legalidad que las cortes burlan una y otra vez. Curiosa y trágica ley del embudo, donde siempre se imponen la arbitrariedad y la impunidad.

De pasada quiero llamar la atención sobre el hecho de que siempre que se requiere una decisión favorable a la conjura revolucionaria, estas cortes actúan con pasmosa celeridad, mientras los demás negocios avanzan a paso de paquidermo.

No por peor, sino por llevar más tiempo, sobresale la malicia de la Constitucional, que no solo deroga leyes sino que las “modula”, cuando no ordena al Congreso la expedición de determinadas normas. Como si esto fuera poco, con frecuencia anula o enerva la acción del ejecutivo, o entorpece las relaciones exteriores, para no hablar de su acción corruptora cuando legisla para legalizar y estimular el consumo de drogas psicotrópicas, el aborto, la eutanasia, el matrimonio gay y el desconocimiento de la voluntad popular expresada en un plebiscito.

Si, por definición, la democracia consiste en el gobierno de las mayorías, respetuoso de las minorías, lo que vemos en Colombia es la imposición deliberada de una agenda política extremista por parte de una camarilla hermética, no elegida por el pueblo, que actúa contra sus sentimientos morales y contra los resultados electorales. En realidad, la Corte Constitucional, de guardián de la Constitución, ha pasado a convertirse en guardián del “acuerdo final con las FARC, supraconstitucional e inmodificable…

Esta camarilla judicial, cerrada y cooptada, no está dispuesta a ceder el poder. Por eso, todo intento de reforma constitucional o judicial está condenado al fracaso. Si vamos al fondo del asunto, estamos frente a un caso de usurpación del poder tan grave y pertinaz como el de Maduro, y si seguimos tolerándolo, llevará a Colombia al abismo.

Las Cortes han cambiado la complicidad con Santos por el sabotaje del gobierno actual, tratando de lograr su colapso. Con ello se suman a la acción de la extrema izquierda, insidiosa y demoledora, con medios, influencers extranjeros como Soros y los inmensos recursos de la narco-subversión.

Eliminar o salir de una dictadura es cada vez más difícil, como lo vemos en Venezuela. Aquí también están cerradas las vías de escape. El “acuerdo final”, implementado con centenares de leyes y decretos inconstitucionales pero avalados por las cortes, está blindado con diabólica astucia. Por tanto, no existe salida “legal” del inescapable laberinto en que han convertido el derecho constitucional.

Aunque no me convencen las comparaciones históricas, porque la Colombia actual poco se parece a la de 1886 (cuando se eliminó de tajo la anterior dictadura masónica), o la de 1957 (cuando se derrotó la de Rojas), el único camino es la apelación directa al pueblo, antes de que sea tarde o bien tarde, para que sea el constituyente primario el que plebiscitariamente otorgue al gobierno la plenitud del poder constituyente. No existe otro camino, porque una Asamblea Constituyente repetiría la composición del actual Congreso, donde la minoría sensata siempre es superada por la mayoría ignara, populista, gárrula, novelera, clientelista, influenciable y caótica, donde no faltan corruptos, asesinos, violadores de menores y narcotraficantes.

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Como con la ideología de género ya no existen padres ni madres, The Independent (mayo 27), habla de “the pregnant person”.