miércoles, 19 de junio de 2019

Como arma y como financiamiento


José Alvear Sanín*

José Alvear SanínLa simplificación y la superficialidad son tan atractivas para el pueblo como para la academia. Un ejemplo entre mil es la aceptación del relato de que la guerrilla, movimiento idealista, después de largos años de actuación se contaminó de narcotráfico, y que por eso sus jefes dejaron de ser revolucionarios para convertirse en mafiosos.

Nada más alejado de la realidad. Las guerrillas comunistas en Colombia siempre han ido tras la conquista revolucionaria del poder absoluto, para implantar aquí la dictadura del proletariado. En esa supuesta fase inicial “idealista” recibían entrenamiento militar en Cuba, armas de la URSS y dinero de Moscú, porque el secuestro y la extorsión no siempre alcanzaban. ¡Vaya idealismo!

Por aquellos años sesenta, en Colombia no se cultivaban plantas alucinógenas. Cuando estas hicieron su aparición, las FARC encontraron en ellas dos elementos bélicos fundamentales:

1. Arma para la desmoralización y el envilecimiento personal y social de los odiados enemigos, los capitalistas e imperialistas “americanos”, y

2. Abundantes recursos para el sostenimiento de un movimiento que ya no recibía dineros soviéticos, por la caída de ese régimen.

Nadie ignora la colaboración entre los carteles colombianos y Fidel Castro, que cuando se vio cogido ordenó fusilar a los militares encargados del transporte de la droga de Medellín a Cuba y de la isla a los Estados Unidos.

Recuerdo los dichosos tiempos cuando en el Congreso colombiano solo había un narco, Pablo Escobar, suplente a la Cámara de un señor Ortega. Este tenía un directorio de garaje, que enviaba con frecuencia equipos de barrios populares a competir en Cuba, en aviones del gran narcotraficante, que, obviamente, cargaban algo más que a los ingenuos deportistas. Recuerdo con gran cariño a Cruz Helena, basquetbolista, que me informó de esos vuelos mucho antes del asesinato del general Arnaldo Ochoa y sus compañeros.

Poco a poco, las FARC pasaron de cobrar un “peaje” a los cultivadores, a convertirse en socios de los narcos, y finalmente aprendieron a cosechar coca en gran escala en los terrenos que arrancaban a la selva, hasta llegar a merecer el título de “el mayor cartel del mundo”, situación que se camufla dentro de la paz timo-santista, donde unos van al Congreso y otros siguen en el tráfico, pero como disidentes.

El boyante aspecto financiero del narcotráfico merece un adecuado estudio, porque nadie sabe cuántos millones de dólares ingresan a Colombia, ni cuál es la participación del gobierno cubano en esas “empresas”. La cifra de 14.000 millones de dólares, que avanza un experto como el coronel Plazas Vega, parece correcta, y además es estremecedora porque indica que esa sería la principal industria colombiana.

Pero todavía es menos conocido el aspecto “bélico” de las drogas psicotrópicas. Estas se usaron con terrible éxito en la época más lamentable del Imperio Británico. Los ingleses obligaron a los chinos, venciéndolos en dos guerras, a no obstaculizar el ingreso de opio al Celeste Imperio, que se convirtió en un inmenso consumidor de esa droga, lo que corrompió, debilitó y derrumbó ese país hasta extremos que explican el horrendo remedio maoísta, consistente en la eliminación, sin fórmula de juicio, de millones de adictos. Esa espantosa historia inspiró la vinculación del castrismo con los carteles. Contribuir a la degradación de la juventud norteamericana fue siempre prioritario para Fidel. He ahí el estupefaciente como arma eficaz de un poder fanático y obcecado.

En Colombia, primero hizo carrera la tesis de que exportar narcóticos a los Estados Unidos solo perjudicaba a los imperialistas gringos. Pero allí no paró la teoría, porque para destrozar el tejido social y facilitar el advenimiento de la revolución también sería conveniente aquí envilecer y enfermar al “enemigo de clase”. A esa concepción aterradora obedeció la sentencia infame que, tergiversando el concepto de “libre desarrollo de la personalidad”, estimuló la difusión del vicio. Al magistrado ponente de esa sentencia le manifesté personalmente que ese acto era inconstitucional, inmoral, inconveniente, corruptor de la juventud y que convertía a Colombia en un Estado al margen de la ley internacional. Esa fue mi última conversación con ese señor.

Si conociese a las dos magistradas que con la misma inspiración perversa están completando la obra disociadora, también les haría igual advertencia, porque siguen el libreto con que las Cortes, cooptadas por la camarilla criptocomunista, colaboran eficazmente en el plan revolucionario que avanza en el país, socavando lo que queda de su estructura moral.