José Alvear Sanín*
La simplificación y la superficialidad son tan
atractivas para el pueblo como para la academia. Un ejemplo entre mil es la
aceptación del relato de que la guerrilla, movimiento idealista, después de
largos años de actuación se contaminó de narcotráfico, y que por eso sus jefes
dejaron de ser revolucionarios para convertirse en mafiosos.
Nada más alejado de la realidad. Las guerrillas
comunistas en Colombia siempre han ido tras la conquista revolucionaria del
poder absoluto, para implantar aquí la dictadura del proletariado. En esa
supuesta fase inicial “idealista” recibían entrenamiento militar en Cuba, armas
de la URSS y dinero de Moscú, porque el secuestro y la extorsión no siempre
alcanzaban. ¡Vaya idealismo!
Por aquellos años sesenta, en Colombia no se
cultivaban plantas alucinógenas. Cuando estas hicieron su aparición, las FARC
encontraron en ellas dos elementos bélicos fundamentales:
1. Arma para la desmoralización y el
envilecimiento personal y social de los odiados enemigos, los capitalistas e
imperialistas “americanos”, y
2. Abundantes recursos para el sostenimiento de
un movimiento que ya no recibía dineros soviéticos, por la caída de ese
régimen.
Nadie ignora la colaboración entre los carteles
colombianos y Fidel Castro, que cuando se vio cogido ordenó fusilar a los
militares encargados del transporte de la droga de Medellín a Cuba y de la isla
a los Estados Unidos.
Recuerdo los dichosos tiempos cuando en el
Congreso colombiano solo había un narco, Pablo Escobar, suplente a la Cámara de
un señor Ortega. Este tenía un directorio de garaje, que enviaba con frecuencia
equipos de barrios populares a competir en Cuba, en aviones del gran
narcotraficante, que, obviamente, cargaban algo más que a los ingenuos
deportistas. Recuerdo con gran cariño a Cruz Helena, basquetbolista, que me
informó de esos vuelos mucho antes del asesinato del general Arnaldo Ochoa y
sus compañeros.
Poco a poco, las FARC pasaron de cobrar un
“peaje” a los cultivadores, a convertirse en socios de los narcos, y finalmente
aprendieron a cosechar coca en gran escala en los terrenos que arrancaban a la
selva, hasta llegar a merecer el título de “el mayor cartel del mundo”,
situación que se camufla dentro de la paz timo-santista, donde unos van al
Congreso y otros siguen en el tráfico, pero como disidentes.
El boyante aspecto financiero del narcotráfico
merece un adecuado estudio, porque nadie sabe cuántos millones de dólares
ingresan a Colombia, ni cuál es la participación del gobierno cubano en esas
“empresas”. La cifra de 14.000 millones de dólares, que avanza un experto como
el coronel Plazas Vega, parece correcta, y además es estremecedora porque
indica que esa sería la principal industria colombiana.
Pero todavía es menos conocido el aspecto
“bélico” de las drogas psicotrópicas. Estas se usaron con terrible éxito en la
época más lamentable del Imperio Británico. Los ingleses obligaron a los chinos,
venciéndolos en dos guerras, a no obstaculizar el ingreso de opio al Celeste
Imperio, que se convirtió en un inmenso consumidor de esa droga, lo que
corrompió, debilitó y derrumbó ese país hasta extremos que explican el horrendo
remedio maoísta, consistente en la eliminación, sin fórmula de juicio, de
millones de adictos. Esa espantosa historia inspiró la vinculación del
castrismo con los carteles. Contribuir a la degradación de la juventud
norteamericana fue siempre prioritario para Fidel. He ahí el estupefaciente
como arma eficaz de un poder fanático y obcecado.
En Colombia, primero hizo carrera la tesis de
que exportar narcóticos a los Estados Unidos solo perjudicaba a los
imperialistas gringos. Pero allí no paró la teoría, porque para destrozar el
tejido social y facilitar el advenimiento de la revolución también sería
conveniente aquí envilecer y enfermar al “enemigo de clase”. A esa concepción
aterradora obedeció la sentencia infame que, tergiversando el concepto de
“libre desarrollo de la personalidad”, estimuló la difusión del vicio. Al
magistrado ponente de esa sentencia le manifesté personalmente que ese acto era
inconstitucional, inmoral, inconveniente, corruptor de la juventud y que
convertía a Colombia en un Estado al margen de la ley internacional. Esa fue mi
última conversación con ese señor.
Si conociese a las dos magistradas que con la
misma inspiración perversa están completando la obra disociadora, también les
haría igual advertencia, porque siguen el libreto con que las Cortes, cooptadas
por la camarilla criptocomunista, colaboran eficazmente en el plan
revolucionario que avanza en el país, socavando lo que queda de su estructura
moral.