martes, 30 de abril de 2019

Dios siempre ha protegido mi vida


Por Andrés de Bedout Jaramillo*

Andrés de Bedout Jaramillo
Atravesaba en mi bicicleta como lo hago casi todos los domingos, la vía que conduce de San Antonio a la Ceja, una vía rápida, de doble sentido, donde puedo mirar y medir la distancia de los carros, motos y bicicletas que vienen de la Ceja. En una corta distancia, muy cerca de una curva sobre el camino que trataba de coger, vi muchos muchachos y muchachas jóvenes, no pasaban de los 18 años, vestidos de negro y blanco, con pinta de amanecidos y drogados, lo que me causó susto. Tenía que pasar necesariamente por entre ellos, que no eran menos de 50, por lo que aceleré el paso. En ese momento me salió una moto de la curva a gran velocidad, lo que me obligó a corregir el rumbo poniendo mi bicicleta sobre la raya que divide la vía, en dirección a San Antonio para no ser atropellado ni por la veloz moto ni por el vehículo que venía en sentido contrario, todos controlamos nuestros nervios, no era el día como decimos, Dios me protegió como siempre lo ha hecho.

Durante el trayecto que continúa por el camino veredal, venían más muchachos y muchachas de negro, a paso lento, hablando en voz baja, consumiendo marihuana, los salude, no me respondieron, no se percataron, ni les importó mi presencia. El olor de la nube de marihuana me recordó viejos tiempos, hasta me dieron ganas de pedirles una fumada, un poco asustado apresuré el paso y empecé a recordar algunas de las veces en las que he estado en inminente peligro de muerte.

Nací en un hogar de 7 hijos, siendo el tercero de ellos, rodeado de todas las comodidades y oportunidades, con unos padres, hermanos y hermanas, espectaculares.

Mi hermano mayor influyó mucho en mi vida; desde pequeño siempre hacía lo que él dijera. Así como tenemos mucho de que agradecernos, también tenemos mucho de que arrepentirnos, construimos mucho y nos destruimos mucho. Tenía una genialidad e iniciativa únicas, que nos permitió crear empresa y mi Dios siempre nos protegió.

Estando muy pequeños, de vacaciones en Santa Marta con nuestros padres y hermanos, abordamos los dos, por idea de mi hermano, una pequeña barca y nos hicimos a la mar. La brisa nos llevó mar adentro, la barca hacía agua y fuimos rescatados antes de naufragar, Mi Dios nos protegió la vida.

En la adolescencia nos iniciamos en el licor, el cigarrillo, los amigos, las novias, los carros y las fiestas, en un Medellín violento, donde todo se arreglaba a plomo y vimos morir amigos. En esta época nos salvamos de muchos accidentes y situaciones. Por ejemplo, recuerdo cuando me atravesaron un carro para robarme el mío, en el barrio Laureles, cuando me dirigía a recoger, donde una amiga, a mi novia, hoy mi esposa, y me encendieron a plomo por no entregarlo. El carro quedó lleno de impactos de bala y la única explicación de haber salido ileso fue la protección de nuestro señor Jesucristo.

Llegando a la mayoría de edad, 21 años en la época, estudiaba derecho y mi hermano aviación. Se le ocurrió que trajéramos langostas vivas de las islas de San Bernardo en el Golfo del Morrosquillo para venderlas en los restaurantes y clubes de Medellín. Llevando como un año haciendo semejante travesía, cada 15 días, llena de riesgos y aventuras, nuestro padre quiso acompañarnos para conocer más lo que estábamos haciendo y apalancarnos económicamente, inclusive ya le había puesto nombre a la naciente empresa. Llegando a Yarumal, bajo torrencial aguacero, yo conducía, tocó frenar bruscamente, cuando ingresábamos al puente sobre el Río Nechí, para esquivar una tractomula. El río venía crecido y tuvimos tan mala suerte que caímos a él. Nuestro padre murió ahogado al interior de la camioneta en que viajábamos, no nos explicamos como mi hermano y yo pudimos salir del carro, superar la fuerte corriente y sobrevivir a tan horrible accidente. Otra vez la protección de nuestro Señor Jesucristo.

Han sido 40 años de sufrimiento y dolor por la muerte de mi padre en mis manos; mis hermanos y hermanas, varios de ellos pequeños, nos quedamos sin padre y a pesar del paso del tiempo, no lo he podido superar, pero pegado a nuestro señor Jesucristo lo puedo sobrellevar.

Un poco mayores, acercándonos a los 30 años, a mi hermano se le ocurrió que construyéramos una pesquera en el Pacífico, en Bahía Solano. Un día viajábamos con nuestras señoras y nuestros pequeños hijos, en una pequeña avioneta de las que contratábamos para traer el pescado, el tiempo estaba tormentoso, el piloto no encontraba el aeropuerto y el combustible se agotaba, no podíamos regresar a Medellín, ni llegar a Quibdó. Mi hermano tomó el mando del avión y encontró un pequeño hueco entre las nubes negras, que nos permitió aterrizar en Bahía, otra vez nuestro Señor Jesucristo nos salvó.

Tomábamos mucho trago mi hermano y yo, solos y con los amigos. Nos causamos daño lo hicimos a nuestras familias, porque cuando uno toma trago hace y dice cosas que sin tragos nunca sería capaz de hacer, ni decir. Eso permite muchas situaciones de inminente peligro de muerte. Tratando de dejar el trago me alejé de mi hermano y cuando había avanzado en el propósito, el murió y volví a caer, hasta que caminé en Emaus, lo que me permitió encontrar fuerza, paz y tranquilidad para seguir adelante, eso sí, con mantenimiento diario, orando mucho, escuchando la palabra de Dios, luchando para seguir su ejemplo. Ha sido la mejor terapia para mi vida y la de mi familia, no tener que lidiar con mis tragos y lo mejor, yo no tengo que sufrir con mis terribles guayabos. Ser Emaus es ser valiente, persistente, humilde y servicial.

A nuestro señor Jesucristo lo tenemos ahí, a la mano, Él es nuestra luz, nuestra solución y nuestra salvación. A esta terapia espiritual le mezclé la del mantenimiento físico con mucho ejercicio, vivo el día, la vida que mi Dios me da.

Desde hace como 5 años tenemos a nuestra madre con alzahimer, una mujer que parió y educó 7 hijos, va para 93 años, ha rezado tanto por nosotros, que por eso nuestro señor nos ha salvado de tantas. El poder de la oración. Mi hermana, vive con ella, se ha dedicado a cuidarla y acompañarla, nos ha dado ejemplo de servicio y humildad.

En mi recorrido de ciclista dominical, llegué a un sendero donde pongo, por unos minutos, a prueba mi equilibrio, mis nervios, debo rodar en la bicicleta sin bajarme, por un estrecho camino de unos 40 centímetros de ancho, encerrado entre un alambrado de púas que lo separa de un potrero de vacas y una pequeña quebrada que corre por una zanja de unos 80 centímetros de profundidad. Fallar en ese trayecto, implicaría una dolorosa caída y más, cuando el pequeño camino se mantiene húmedo y resbaloso, pero siempre está mi Dios para cuidarme, porque siempre estamos en peligro de muerte, accidental o natural y más ahora cuando el terrible cáncer nos persigue y nos rodea permanentemente.

Siempre debemos estar preparados para morir, para rendir cuentas ante nuestro creador y ojalá poder presentar un balance que nos permita la vida eterna a su lado.