Luis Alfonso García Carmona
Sin haber podido
recuperarnos del abominable magnicidio perpetrado por los enemigos de
Colombia en contra de la persona de Miguel Uribe Turbay, seguimos asistiendo a
esta demencial ola de terrorismo con los nefastos ataques en la ciudad
de Cali y en la región antioqueña vecina al municipio de Amalfi.
Son eventos de tal
magnitud que deben movernos a reflexionar con seriedad sobre la oscura etapa
que vive el país, las circunstancias que nos impiden vislumbrar una
definitiva salida de esta horrorosa realidad y la acción de choque que estamos
obligados a emprender para vencer las malignas fuerzas conjuradas contra la
tranquilidad de los colombianos.
Una primera
conclusión es que vivimos la consecuencia de lo que hemos sembrado. “Siembra
vientos y cosecharás tempestades”, dice el refrán. Las fuerzas
del mal –o sea, los narcotraficantes y terroristas de la peor condición–
alentados por medrosos politiqueros y activistas del populismo zurdo, han
avanzado en la toma del poder, primero con el robo del plebiscito protagonizado
por Juan Manuel Santos y sus secuaces, luego con la tolerancia del pusilánime
gobierno de Duque, y ahora con el desbarajuste organizado por el petrismo,
aferrado a las fallidas tesis comunistas, implementadas por una camarilla
mediocre, corrupta y carente de todo escrúpulo ético o jurídico.
Mientras Petro y
sus camaradas juegan a la revolución populista, son extorsionados por los
frentes narcoguerrilleros del ELN, FARC y Clan del Golfo, a quienes sólo
les interesa enriquecer sus arcas con los mejores negocios del mundo: la coca,
el secuestro, la extorsión y la minería ilegal.
Requieren un sitio
donde operar y de allí surge el diario conflicto por la supremacía
territorial, en el que salen perjudicados los inocentes campesinos y la
actividad económica de las regiones involucradas, por ejemplo, el Catatumbo o
el Cauca.
El cuento de la
“paz total” no podía ser viable en medio de semejante choque de intereses.
Al Estado corresponde, en primer lugar, mantener el orden público y garantizar
la vida de sus gobernados, no gobernar para los delincuentes ni para blindar el
sucio negocio de la cocaína. La aplicación de la ley debe ser rigurosa y debe
servir para proteger a los buenos y castigar a los malos. Así de
sencillo.
Hemos presenciado
las execrables posiciones cambiantes de quienes ahora ejercen el poder. Tan
pronto se inició la investigación por el asesinato del senador Uribe Turbay, ha
procurado el propio presidente desviar el curso de la investigación hacia el
conflicto árabe-judío, o hacia una fantasmagórica coordinadora internacional de
las mafias, y ahora habla de disputa por un negocio de esmeraldas. Sin ninguna
evidencia lanza toda clase de distracciones que eviten identificar a los
autores intelectuales del abominable crimen.
En relación con los
atentados donde han fallecido varios oficiales y agentes de policía, y resultaron
numerosos heridos, no se ponen de acuerdo el presidente, el ministro de Defensa
y el del Interior. Con escopeta de regadera lanzan sus sospechas sobre
diferentes grupos, tratando de ocultar que el principal sospechoso de lanzar el
dron asesino contra los uniformados anda en negociaciones con el Gobierno y
se transporta en camionetas de la Unidad de Protección. ¿En qué país
vivimos?
Hasta sus propias
opiniones ha tenido que tragarse el camarada presidente. Siempre ha tratado a
los grupos de bandoleros como si se tratara de políticos en ejercicio legítimo
de su actividad y ahora ha tenido que admitir que merecen ser catalogados
como terroristas los del Frente 36 de las FARC, los del ELN y los del Clan del
Golfo. Eso ocurre cuando se trata de gobernar un país sin tener unos
principios, unos valores fundamentales y una clara concepción de que el poder
político se debe ejercer para el bien común de los ciudadanos y no para
beneficio personal de la camarilla de gobierno o de sus grupos políticos.
¿Cómo superar esta
etapa de horror?
Primero.
Cambiemos nuestra actitud pasiva y convirtamos
nuestras desgracias en incentivos para la acción. Por ejemplo, el vil
asesinato debería servir para unirnos bajo el nombre de su padre y conformar
una gran alianza con todos los buenos ciudadanos, con quienes solo aspiramos a
que reine la seguridad, el orden, el respeto a la propiedad privada y a la
libertad de empresa, y la protección de la familia tradicional como fundamento
de la sociedad.
Solamente Petro y
sus amigos de las mafias, del terrorismo y sus socios en la corrupción no son
bienvenidos a este Frente Patriótico, cuya conformación se impone para
derrotar a las fuerzas de la iniquidad.
Segundo. - No podemos permitir la continuidad por más tiempo de Petro, el
depredador de nuestra sociedad. Máxime si tenemos a nuestra disposición la
herramienta del art. 109 de la Constitución que permite la separación del
cargo del sátrapa por indignidad, al haber violado los topes financieros
establecidos por la ley para la campaña presidencial.
Todos a una debemos
respaldar este juicio. Hagamos que el grito de “fuera, Petro” se
convierta en realidad ahora mismo, no en el 2026. ¿Se imaginan cuántas
masacres, cuántos perjuicios a la salud o a la economía nos podemos ahorrar si
adelantamos unos meses la salida de la presidencia de este innombrable?
Se habla mucho de
polarización. Pero la verdad, simple y llanamente, es que el dañado y punible ayuntamiento
entre este Gobierno tolerante con el crimen y las organizaciones
narcoguerrilleras es el que está polarizando al 99 % de la población que
estamos unidos para pedir: seguridad, guerra al narcotráfico y a la corrupción
y solución al desbarajuste de la salud. Sólo tres cosas pedimos y con quien
sea capaz de solucionarlas estará el corazón y la voluntad de los colombianos.