Luis Alfonso García Carmona
No hay día, en
estos últimos tres años de desamparo, que no nos traiga un nuevo motivo de
disgusto y desesperación. Nos referimos hoy a la bofetada que se ha
propinado a las víctimas del más grave conflicto de nuestra historia.
Durante casi seis
décadas la narcoguerrilla de extrema izquierda ha sometido al pueblo
colombiano, especialmente el de las pequeñas poblaciones y las zonas rurales, a
la más diabólica barbarie: genocidios, asalto de poblaciones,
destrucción de infraestructura (oleoductos, líneas eléctricas, estaciones de
policía), secuestros, extorsiones (eufemísticamente hablando, “vacunas”),
reclutamiento forzado de menores y abuso sexual de los mismos, abortos forzados
de las reclutadas, desplazamiento forzado de campesinos, daños al medio
ambiente con la voladura de oleoductos y laboratorios de cocaína, invasión de
la propiedad privada y abigeato.
Una de las graves
consecuencias del espurio y humillante acuerdo de La Habana, suscrito
por Juan Manuel Santos con los facinerosos de las FARC fue la creación de un tribunal
a la medida de los guerrilleros, el cual sólo ha servido para blindar con
impunidad sus crímenes y para perseguir a los soldados y policías que los
combatieron.
Después de 9 años
de existencia, el tribunal de marras, la JEP, acaba de producir la primera
sentencia contra los cabecillas de la organización criminal de las FARC,
condenándolos a irrisorias penas alternativas de 8 años, sin pagar un solo
día de cárcel.
Es la más
contundente demostración de que no existe justicia en Colombia. Nadie
entiende que mientras se castiga a estos delincuentes con simbólicas penas, un
expresidente de la República, acusado de haber influido supuestamente en algún
testigo, esté condenado en primera instancia a 15 años de cárcel, y los
cabecillas de las FARC, responsables de genocidios y crímenes de lesa humanidad
hayan sido elevados a la categoría de Padres de la Patria, concediéndoles
curules gratis en el Congreso de la República. Se sentó el precedente de que el
crimen, cuando sea cometido por la izquierda radical, es premiado y que
a quien no comparta esta ideología se le aplicará la ley, aunque se vulnere el
debido proceso y el derecho a la defensa.
Desafortunadamente
no es el único ejemplo de la ausencia de justicia en nuestro país. Recordemos
todo lo que ha pasado con el “Cartel de la Toga”, monumental tráfico de
fallos a favor de quienes cuentan con recursos para pagar para su propio
beneficio; o el sonado caso del bandido Santrich cuya fuga fue
propiciada por varios tribunales; o los responsables de la enorme corrupción
que nos ha escandalizado durante tres años, quienes no han podido ser
condenados o se han fugado del país con el patrocinio del Gobierno; o los
criminales que no pueden ser extraditados ni detenidos porque se les convierte
en “gestores de paz” a pesar de su prontuario; o los delincuentes encallecidos
de entrar y salir de las cárceles, que a diario los deja en libertad una
justicia tolerante y cómplice, para que sigan amedrentando a la población;
o los procesos que duermen el sueño de los justos en manos de una fiscal general,
unida por estrechos vínculos con el Presidente.
Como decía Louis
Farrakhan: “Realmente no puede haber paz sin justicia. No puede haber
justicia sin verdad. Y no puede haber verdad, a menos que alguien se levante
para decirte la verdad.”
Todos los esfuerzos que
hagamos por la paz serán vanos, mientras no construyamos un eficiente e imparcial
sistema de justicia basado en las siguientes premisas: 1) Eliminar el origen
político de su cúpula (magistrados, fiscal); 2) Sustituir los nombramientos
a dedo (clientelismo), por la designación por méritos, e implementar una
verdadera carrera administrativa para ascender a cargos más elevados; 3) Establecer
un sistema de control y vigilancia de todos los despachos judiciales
para que cumplan con sus funciones y con los términos judiciales con arreglo a
la Ley; 4) Despojar al Congreso de la potestad de adelantar y fallar
procesos contra magistrados y altos cargos, para lo cual se creará un tribunal
para aforados independiente del Congreso. A su vez, este tribunal juzgará a
los congresistas para eliminar todo conflicto de intereses; 5) reforma a la
ley penal y al procedimiento penal para ajustarlos a las necesidades de
orden público, combate al terrorismo, el narcotráfico y la corrupción reinantes
en el país.
Hay que regresar a la
verdad para que haya justicia. Por lo tanto, es absolutamente indispensable terminar
con la vigencia del Acuerdo de La Habana. El señor Santos no estaba
autorizado para suscribirlo pues el pueblo colombiano, por medio de un
plebiscito, rechazó ese acuerdo. Fue validado en forma ilícita por una
coalición del Congreso mediante una simple proposición, sin fuerza legal y,
luego, convalidado por la Corte Constitucional de ese entonces, quien manifestó
que el proceso del plebiscito no había terminado y podía continuar en el
Congreso. Todavía los abogados no hemos podido encontrar un prevaricato del
tamaño de este que fraguaron a espaldas del pueblo los amigos de Santos.
Se requiere, además,
que alguien se levante para decir la verdad a los colombianos. Pues la verdad
es esta. Hay que derogar ese demoníaco acuerdo y reconstruir la
administración de justicia para que haya paz y para que Colombia sea viable.
