José Hilario López
El pasado mes de julio, Goberna Reports publicó un interesante
artículo titulado «El sueño chino hacia 2049: ¿Cómo China planea ser la mayor
potencia del mundo?”, documento que permite develar aspectos de la estrategia
que desarrolla el gran país asiático para consolidar su liderazgo mundial[1]. Los países del Tercer
Mundo, en especial Latinoamérica, cuyas economías orbitan alrededor del imperio
norteamericano, desde ya deberán diseñar y poner en marcha su estrategia para afrontar
los desarrollos geopolíticos globales que se avecinan.
¿Qué es el «sueño chino»?
Desde
cuando Xi Jinping, en 2012, asumió el liderazgo del Partido Comunista Chino, el
concepto de «Sueño chino» se ha convertido en
el núcleo simbólico del discurso oficial del Estado. Más que un plan económico, se trata de una narrativa nacional que articula identidad, orgullo y ambición, proyectando
el retorno de China a una posición central en el sistema internacional. La fórmula
clave es el «gran rejuvenecimiento
de la nación china», lo que implica que para 2049, el país no sólo deberá
ser rico y poderoso, sino también culturalmente influyente, respetado globalmente
y unido internamente. Xi lo ha descrito como un sueño colectivo con raíces históricas
profundas, que no pertenece a un individuo, sino a todo el pueblo chino.
El
«Sueño chino»
está estructurado en dos etapas estratégicas: primero,
consolidar una «sociedad modestamente acomodada», meta que se dio oficialmente por
cumplida en 2021 y segundo, transformar a China en un país socialista moderno para 2049. Esta segunda
etapa incluye metas tan amplias y ambiciosas como la equidad social, la autosuficiencia tecnológica, el poder militar y el liderazgo global. El relato tiene,
por tanto, una lógica de progresión acumulativa, donde cada avance sirve como punto
de apoyo para la siguiente ofensiva estructural. En este sentido, la narrativa del
«sueño chino»,
que funciona como una estructura de storytelling (contar
historias para comunicar mensajes y conectar emocionalmente con el electorado), es un elemento
fundamental para el éxito de cualquier proceso, donde el pasado actúa como origen,
el presente como fase de lucha, y el futuro como clímax colectivo.
Pocas naciones en el siglo XXI han articulado una visión de largo plazo tan clara y ambiciosa como China. El llamado «sueño chino» no es simplemente un eslogan
de desarrollo económico o de propaganda política: es un relato histórico, geopolítico
y civilizatorio que conecta el pasado imperial con una proyección de grandeza hacia
el año 2049,
fecha en la que se conmemorará el centenario de la fundación de la República Popular
China. En esa simbólica fecha, el Partido Comunista Chino se ha propuesto que el
país se consolide como la potencia más avanzada, poderosa e influyente del planeta. Esta visión abarca
no solo el ámbito económico o militar, sino también el tecnológico, cultural y diplomático.
Para
entender realmente su alcance, es necesario observar las coordenadas estratégicas que lo sustentan. Desde reformas
estructurales como Made in China
2025 hasta la expansión global de la Nueva Ruta de la Seda, China ha tejido una arquitectura
de poder que combina planificación, innovación y ambición nacionalista. Es el resultado
de una lectura paciente del tablero internacional, pero también de una acumulación territorial y simbólica basada
en ocupación progresiva de espacios de influencia, una táctica que en
cualquier contexto político se asemeja a formas avanzadas de activismo estratégico.
¿Será China la mayor potencia en
2049?
Responder a esta pregunta requiere mirar más allá de
las métricas convencionales del poder. En términos de PIB en paridad de poder
adquisitivo, China ya superó a Estados Unidos. En términos nominales, podría hacerlo
entre 2030 y 2040, según distintas proyecciones. Sin embargo, el liderazgo global
no se define sólo por economía o tecnología, sino por la capacidad de influir en
normas, valores y decisiones estratégicas de terceros países. En ese terreno, China
avanza, pero aún enfrenta resistencias considerables, especialmente en Europa, América
Latina y sectores de Asia. La narrativa del «modelo chino» –basado en eficiencia sin democracia– todavía genera
desconfianza en democracias liberales que ven en él un riesgo estructural para el
equilibrio internacional.
Por otro lado, China lidera cada vez más el grupo de
países que conforma el denominado BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica),
que totalizan aproximadamente el 40 % del PIB mundial (en paridad de poder adquisitivo)
y cerca del 51 % de la población global. La población combinada de estos países
supera los 3300 millones de personas.
La responsabilidad de nuestros países tercermundistas,
en especial de Colombia, no es necesariamente impulsar políticas anti-Estados Unidos,
nuestro primer socio comercial, para alinearse con la emergente China. Una sana
política sería afianzar nuestra soberanía y en cada caso elegir aquella alternativa
que mayores beneficios y seguridad nos ofrezcan.
De ninguna manera se debería temer el regreso del péndulo del poder al continente asiático, cuna de nuestra cultura occidental. Históricamente China nunca fue un imperio guerrerista ni colonialista, a diferencia de los imperios occidentales (Roma, Inglaterra, España y Estados Unidos). Una nueva cultura liderada por China podría significar un mundo más armonioso, pacífico y respetuoso de las soberanías nacionales y de la libre determinación de los pueblos.