Luis Guillermo Echeverri Vélez
El mundo se debate entre dos bandos
irreconciliables: aquellos que trabajan y le cumplen a la sociedad al buscar el
desarrollo colectivo, y quienes con su obrar irresponsable e ilegal engañan los
pueblos y hacen el mal a los demás.
Justo cuando el ser humano tiene acceso
universal a los beneficios de la era del conocimiento y la convergencia
digital; la autenticidad, veracidad y seriedad con que se manejen la
información y las comunicaciones, son la única garantía de que las naciones en
lugar de autodestruirse construyan y avancen sobre principios fundacionales que
las conduzcan a un desarrollo cultural y socioeconómico efectivo, justo,
equilibrado y sostenible de toda nuestra civilización.
La aplicación del cepo y la mordaza a la
libertad de expresión es tan perjudicial para la estabilidad de una sociedad
democrática, como consentir el libertinaje, la anarquía y la imposición
ideológica o monetarista de la violencia, que multiplica los actos de quienes
como forma de vida eligen hacer el mal consintiendo el engaño, la injuria y la
calumnia y el ejercicio del terrorismo en todas sus manifestaciones posibles.
Entendamos que la principal infamia que permite
la degeneración sistemática de la conducta de los líderes políticos que tienen
la responsabilidad de conducir una nación, es la utilización de la justicia con
fines ideológicos para controlar el poder estatal supuestamente en beneficio
del pueblo al que engañan sistemáticamente por medio de la desinformación y la
aplicación del cepo y la mordaza a libertad de expresión.
La verdad es el único estandarte del que
dispone la justicia, para sopesar la balanza que determina su existencia en
función de la inexorable diferencia entre todas las actuaciones humanas, que en
su esencia solo parten de la distinción objetiva entre el bien y el mal.
La verdad debe ser el objetivo de la
comunicación cuando esta se realiza de forma ética, con sentido social, y se
respeta la libertad de expresión dentro de la sensatez y la racionalidad que
demanda el ejercicio democrático cuando este no traspasa al campo del
libertinaje, soportando los abusos propios de la anarquía o de la autocracia,
pues ambas conducen siempre al establecimiento de gobiernos totalitarios.
Hoy, el engañosamente llamado progresismo, con
su discurso populista y demagógico propio de la falsedad dialéctica
propagandística del socialismo del siglo XXI, al igual que el fundamentalismo
extremo por mandato divino, se nutren del narcotráfico y otras fuentes ilegales
para financiar la violencia y se valen del terrorismo físico o verbal para
contrarrestar las fuerzas económicas y los valores cívicos, sin los cuales la
política se reduce a la administración del empobrecimiento, la miseria y la
desgracia colectiva.
En un mundo repleto de líderes liliputienses
con egos de Gulliver, el peligro más grande de nuestra civilización occidental
al entrar en este nuevo milenio es el narcoterrorismo disfrazado de democracia,
destruyendo los límites de las libertades democráticas.
El progresismo promueve la impunidad para
lucrarse de la ilegalidad y poder imponer agendas ideológicas minoritarias a
las mayorías, a cuenta de una sociedad cobarde y constreñida por guardar las
apariencias de lo políticamente correcto.
Es así como se fomenta la utilización de
drogas, descartando las adicciones como efectos endémicos en salud de la
población y la seguridad ciudadana, para justificar el libre desarrollo de la
personalidad.
Es así como en contra de la propia naturaleza
humana las agendas de género ignoran la problemática de la desnutrición
infantil, llegando al tenebroso absurdo de permitir que se haga cambio de sexo
durante la niñez y la adolescencia.
Es así como las mascotas son convertidas en
sujetos de derecho, pero nadie explica cómo puede un juez hacerlas cumplir las
obligaciones que preceden su ejercicio.
El funcionamiento del mundo entero está
amenazado por el narcoterrorismo al comando del poder político. Se trata de la
peor plaga social con que se quiere liderar el planeta, representa el poder del
mal con el que se desnaturaliza, se suplanta y se deja, indefensas, todo tipo
de sanas creencias religiosas fundamentadas en la caracterización del bien de
las personas y de las naciones, sean ellas cristianas, judías, musulmanas o
budistas.
Tenemos anarquías y autocracias por excesos y
enfermedades desatendidas en las democracias, relacionadas con la complacencia
con la ilegalidad.
Está el ejercicio del poder en manos de
quienes, siendo una clase politiquera y embaucadora, de manera fraudulenta
presumen de representar al pueblo, pero se relacionan y negocian con la
ilegalidad bajo la excusa del apaciguamiento, para inmovilizar y silenciar el
sentir de las mayorías indefensas.
Nada violento ni inhumano debería ocurrir en
las naciones en manos de líderes buenos capaces de diferenciar entre la
legalidad y la impunidad y donde no se produce y trafica droga abiertamente y
hay controles sobre el lavado de activos y el contrabando.
Toda la civilización occidental está bajo el
ataque violento de organizaciones criminales insurgentes que ejercen el
terrorismo contra la población, contra el Estado y sus fuerzas armadas
constitucionales, pero nuestros líderes políticos, económicos, gremiales e
institucionales, no comprenden que los niveles desbordados de violencia son
propios de las sociedades donde el Estado es débil o promiscuo con los
criminales y con todas las manifestaciones de la ilegalidad.