Por José Alvear Sanín
Los colombianos nos
estamos haciendo a la idea de que en las Cámaras es inevitable repartir
mermelada, y que sin ella, el Gobierno no puede sacar adelante sus proyectos de
ley.
De tal manera se ha
banalizado la práctica del soborno tras el inocente y dulce vocablo de
mermelada, que lo transforma en algo corriente y aceptable, sin mayor
trascendencia.
Ahora bien, con
excepción de un puñado de congresistas de la escasa oposición radical al actual
Gobierno, y de cierto número de legisladores convencidos de la izquierda
revolucionaria fanática, se tiene la impresión, cada vez más clara, de que la
ingesta de mermelada es la única posible explicación para que avancen proyectos
de ley absolutamente inconvenientes, tendientes a la destrucción de los
fundamentos del orden económico y social del país. Los perjudiciales efectos de
esas leyes afectarán de manera irremediable la vida, la salud, el empleo y el
ahorro de los actuales colombianos y condenarán a sus hijos a vivir en un país
improductivo, hambriente y subyugado, como Cuba y Venezuela, si se consolida la
revolución.
Ahora bien, la conducta
abyecta de los congresistas, que cada vez venden más caro el voto, no se limita
al soborno, porque moralmente va mucho más allá, desde la complicidad hasta la
traición a la patria.
El diccionario define
la traición como “la falta que se comete quebrantando la fidelidad o
la lealtad que se debe guardar”, y la alta traición como “la cometida
contra la soberanía, el honor, la seguridad y la independencia del Estado”.
Por su parte, el Código
Penal la define como la complicidad con el enemigo durante el estado de guerra
extranjera, penalizándola entre 4 y 8 años.
Insuficientes, pues,
las definiciones de la RAE y de la ley, porque a lo largo de los siglos, desde
Judas hasta Juan Manuel Santos, los pueblos han considerado a los traidores
como los peores y más despreciables entre los criminales.
Mejor que nadie, Dante
expresó la repugnancia que le merecen los traidores colocando en el más
profundo círculo del Infierno al discípulo que vendió al Maestro por 30 monedas,
y a los ingratos de Bruto y Casio.
Volviendo al Código
Penal observo que la complicidad con el enemigo solo se castiga en el caso de
guerra extranjera, dejando por fuera la colaboración con el enemigo interno,
que precisamente es el único que tenemos.
Entonces, a la traición
solo podemos juzgarla moralmente, porque queda impune la colaboración con el
enemigo interno, que llevará el país al abismo del hambre, la miseria y la
esclavitud.
Cuando considero la
responsabilidad moral de los congresistas embadurnados, me inclino a pensar que
son aun más viles que Petro, porque este solo podrá despeñar el país en cuanto
cuente con la traición a la patria de quienes la venden: congresistas, jueces,
militares y comunicadores, que consideran que hay que aprovechar la mermelada
para poder disfrutar de un largo y cómodo exilio cuando, sin esperanza, los
demás compatriotas aguanten hambre y vivan miserablemente en otro paraíso
socialista, el que nos viene para Colombia.