Por: Luis Guillermo Echeverri Vélez
Nadie
de fuera va a venir a arreglar nuestros problemas. Sin duda no será el Sagrado
Corazón de Jesús el que administrará este “quilombo” en que está convertida
nuestra hermosa patria.
La
Colombia que trabaja horadamente sin tenerle que robarle a nadie, sabe bien que
el progresismo revolucionario que encarna este gobierno solo sabe destruir, no
transforma ni construye nada bueno. Tan solo hay que mirar en los semáforos, lo
que pasa en Venezuela.
Alguien,
algún equipo de profesionales sensatos, valientes, coherentes y honorables,
tienen que unirse y tomar las riendas del deber ser de las cosas y del
descontento y liderar a los que no podemos abandonar la tierra, el trabajo y
las obligaciones.
El
poder ejecutivo se lo tomó el nuevo M-19, una pila de tránsfugas aburguesados,
entrampados en el demandante oficio de gobernar, algo tan diametralmente
diferente de hacer oposición violenta, populista y demagógica, que siempre
degenera en el despotismo de toda autocracia convertida en tiranía ejerciendo
terrorismo de Estado.
La
legalidad sucumbió ante la impunidad y la ilegalidad otorgadas por el nobel,
bendecidas por la iglesia y los ladrones de cuello blanco que ya habían vendido
la constitución en Cuba y crearon el engendro inquisidor que representa la JEP.
El
poder ejecutivo perdió el respaldo de la legalidad constitucional, al
desconocer las leyes y la independencia de poderes.
Hoy
a Colombia la representan ante el mundo personajes de valores trastocados,
criminales y ángeles caídos ocultos tras la inmunidad diplomática de embajadas
y entidades multilaterales.
La
inseguridad en Colombia no tiene límite. La enfermiza irresponsabilidad del
mamertismo propio de comunistas de caviar, de resentidos y viciosos producto de
la rebeldía de los 60, finalmente logró el desmonte e inhabilitación de las
fuerzas armadas dejando el Estado de derecho sin un ápice de coercibilidad.
La
presencia del Estado en las regiones está autosecuestrada, pues los territorios
están controlados por las grandes organizaciones criminales narcoterroristas
como las FARC-EP, ELN, el narcoindigenismo, y toda suerte de bandas y carteles
delictivos.
Desde
el Palacio de Nariño, el gobernante que promovió un golpe de Estado en 2021, se
victimiza bajo la paranoia inexistente que más se parece a un anuncio de
autogolpe, acudiendo a la milicianización urbana y las movilizaciones populares
como lo hacían Hitler y Mussolini.
Tanta
alaraca mediática parece una clara demostración de lo que puede pasarle a la
mente humana bajo el efecto adictivo del poder combinado con la psicodelia
propia de alcalinos alucinógenos.
Los
congresistas o están comprometidos o no se comprometen. Y los partidos
políticos adolecen de la capacidad de formar equipos unidos y ganadores en
favor del desarrollo, pues se atomizaron y perdieron los valores éticos que
mantenían sus estructuras en un vergonzoso bazar de avales e individuales
conveniencias.
La
sociedad civil desapareció, carece de unidad, porque ya no es un caballo de
batalla de la izquierda internacional, que hoy se siente bien representada con
el populismo en el poder. Y los gremios productivos no están en manos de los
dolientes que pagan nómina, sino de prudentes exfuncionarios políticamente
correctos, indiferentes e indeterminados.
Se
perdió el gobierno corporativo en lo público y en las burocracias privadas
igualmente. Sin las debidas políticas de sucesión y las descripciones de los
trabajos adecuadas, seguiremos siendo víctimas de la mediocridad y las roscas
del clientelismo partidista, y nunca tendremos una meritocracia pública, un
liderazgo dirigencial efectivo y eficiente, ni una estructura que le dé
continuidad a los verdaderos intereses nacionales.
Los
egos y las disputas de los grandes nos tienen maniatados y no hay un relevo
generacional decidido a hacer la purga ética e ideológica fundamentada en la
competencia y la idoneidad, legislativa en el Congreso, técnica en los
partidos, jurídica en las cortes, y mucho menos, a someter a una dieta
adelgazante que exija méritos a las burocracias administrativas que el país
demanda.
El
narcocomunismo y sus cúpulas, representan el centralismo llevado a su máxima
expresión y este país tienen que empezar algún día a valorar, a respetar y a
apalancarse en la rica diversidad de las regiones.
A
Colombia solo le queda la justicia para contener el caos al que navega el barco
de nuestra anárquica democracia conducida por un tirano degenerado y psicópata
que miente por sistema y todo lo tergiversa. Sin embarco aún no está claro que
las cortes se quieran sacrificar a manos de quienes fueron los verdugos de sus
predecesores en la quema física de su palacio a manos del M-19 y la mafia en
1985, hoy representados por el nuevo narcoterrorismo que ostenta el poder en
Colombia.
Esto
huele a la receta esclavizante de una nueva casta cleptocrática y un
neo-narco-estalinismo disfrazado de progresismo democrático. Entre tanto la
nación entera está siendo arrojada al patio de los leones donde medran toda
suerte de organizaciones criminales.
Como
vamos está el país abocado inevitablemente a una nueva forma de confrontación
civil obligada por la supervivencia individual ante la ausencia del Estado a
cuenta de un Gobierno que favorece al delincuente y oprime al ciudadano.