Por: Luis Alfonso García Carmona
Jubilosamente
celebré el pasado 12 de octubre el Día de la Hispanidad, con el título
que me otorga mi pertenencia a la comunidad de 496 millones de personas que
tenemos el castellano como lengua materna (el 6.3% de la población mundial),
cifra solamente superada en el mundo por el mandarín. (https://www.epdata.es/datos/lengua-espanola-mundo-datos-graficos/513).
Compartimos
con los hispanoparlantes del mundo entero no solamente nuestra admiración por
el refinado idioma que nos legó la Madre Patria, sino también nuestra gratitud
por el bagaje cultural edificado por la civilización occidental, del
cual fuimos partícipes gracias a la gloriosa gesta del descubrimiento de
América por mandato de los Reyes Católicos.
No
obstante, los generalizados infundios con los que la demagogia ha tratado de
enlodar este histórico encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo, vale la pena señalar,
como lo ha consignado un magnífico historiador, Álvaro Uribe Rueda, “Las
Indias no eran colonias. Hablando con todo rigor jurídico, no
existía dependencia de las Indias frente a España en el sentido político de
subordinación a un Estado diferente, ni tampoco separación nacional, sino la
natural interdependencia de Estados cubiertos por una misma corona o entre
provincias y regiones de una nación común.” (La otra cara de la luna,
Universidad de los Andes, Bogotá, 2014, pag.1)
Vivieron
nuestros antepasados una prosperidad económica que generó importantes cambios
sociales. No existe un solo documento oficial, entre 1492 y 1820 que se utilice
el término de colonias o factorías parta referirse a las Indias. Su
administración no se cumplía a través de un Ministerio de las Colonias sino por
el Consejo Real de Indias.
No
menos importante es el objetivo espiritual de la conquista de América.
Fue el propio papa Alejandro VI, quien otorgó a los Reyes Católicos las tierras
del Nuevo Mundo “a condición de instruir en la fe cristiana a los pueblos
conquistados”. Después de tomarse el último baluarte islámico en Occidente,
emprendió la Corona española la inimaginable tarea de evangelizar todo un
continente con los escasos medios de esa época. Así quedó estatuido en las
Capitulaciones de Santa Fe, Granada, suscritas por la reina Isabel de Castilla
y el almirante Cristóbal Colón, y luego refrendado en el testamento de la Reina
en Medina del Campo.
Fieles
a sus creencias cristianas y a sus fundamentos humanísticos, los
nuevos pobladores de América practicaron por mandato real un mestizaje originado
en la dignidad de la persona humana y la igualdad de las razas.
Simultáneamente
con la misión evangelizadora se cumplió la labor educativa. Medio siglo
antes de la llegada de los ingleses al continente americano, ya existían
universidades de nivel europeo: San Marcos, Lima (1551), Santo Tomás, Santo
Domingo (1538), San Francisco, Quito (1586), Colegio Mayor de San Bartolomé,
Santafé de Bogotá (1610), Universidad de San Ignacio de Loyola, Córdoba del Río
de la Plata (1622), San Francisco Javier, Sucre, Bolivia (1624).
Podría
afirmarse que no hay aspecto de nuestra vida en sociedad que no haya recibido
un benéfico aporte de esa primigenia unión de nuestros pueblos, porque no
éramos de España, éramos España y lo seguiremos siendo espiritualmente, aún
en la lamentable coyuntura que ahora la aqueja.
Por
encima de todos esos aspectos, no podemos dejar de agradecer al Altísimo el
maravilloso legado de creencias cristianas, los valores del honor, el amor por
la familia, los principios inmutables de la civilización occidental y nuestro
respeto por el orden, la libertad, la dignidad de la persona humana, la
solidaridad con el prójimo y todo aquello que distingue en el mundo entero a
esta privilegiada comunidad hispánica.