Por José Alvear Sanín
Si “reforma” es un proceso para mejorar, las de Petro no son tales. Nada
son distinto de la demolición innecesaria e inconveniente de unos sistemas
(salud, pensiones, trabajo, etc.), para satisfacer un prejuicio, es decir una
“opinión previa y tenaz, por lo general desfavorable, acerca de algo que se
conoce mal” (DRAE).
Es evidente que los terroristas profesionales conocen mal todo lo que se
aleja de su macabra actividad. Entonces, cuando acceden al poder actúan en
función de dogmas políticos para cambiar la sociedad que aborrecen. El
prejuicio les impide estudiar, analizar, deliberar, corregir, sobre las
incontables variables que se deben tener en cuenta antes de acometer cualquier
cambio. Por lo tanto, su actuación política conduce, por lo general, a trágicas
equivocaciones que se traducen en incontables males, perjuicios y sufrimiento
para sus gobernados.
Para el dictador totalitario lo único importante es la satisfacción que
se deriva de la imposición de sus decisiones, así estas traigan la ruina, el
hambre o la muerte de multitudes. La historia de las grandes revoluciones del
Siglo XX abunda en los efectos aterradores producidos por la obstinación y la
locura con las que se han manejado enormes Estados.
En Colombia apenas se empieza a caminar por los senderos que han
recorrido esas revoluciones, la última de las cuales es la estólida y famélica
de Cuba, con sus paupérrimas derivaciones en Nicaragua y Venezuela.
Entre nosotros el desorden público (“paz total”) ya impera en buena
parte del territorio nacional, y el caos avanzará hasta que sea absoluto, para
que el Gobierno pueda pasar a la segunda fase, la imposición del orden
implacable que se impondrá por medio del terror, cuando la correlación de
fuerzas lo permita.
Ahora bien, como todas las “reformas” de Petro responden a prejuicios
leninistas y dogmáticos, no sobra recordar su génesis. En el horizonte
revolucionario, la reforma agraria es, quizá, el principal postulado no
negociable.
A varias generaciones de colombianos se les inculcó el falaz principio de
“la tierra para el que la trabaja”. Mentalmente, la gente está predispuesta a
aceptar como conveniente la repartición de tierras ajenas, que es lo que
“reforma agraria” ha venido a significar, desconociendo que esa desmembración
de fundos es apenas una, y la peor, de las reformas agrarias posibles.
La reforma rural que Colombia requiere es aquella que incremente
enormemente la producción agrícola, asegure empleo satisfactorio y bien
remunerado a miles de centenares de trabajadores y bienestar a sus familias,
conserve el medio ambiente y nos convierta en grandes exportadores
agropecuarios.
Sin embargo, ese tipo de reforma agraria no tiene buena prensa en
Colombia, donde se sueña con repartir minifundios a los campesinos, sin
detenerse a pensar en los pocos y envejecidos que quedan en los campos, ni en
los que han emigrado a las ciudades para dejar de ser agricultores irredentos,
convirtiéndose en un proletariado urbano que no desea regresar a la vida
rústica.
La agricultura del presente, por el contrario, tiene que ser de tipo
empresarial, técnico, capital-intensivo y motivada por la demanda global de
alimentos. Eso, precisamente, fue lo que, después de docenas de años de penuria
alimenticia, entendieron en Rusia y en China, donde sendas reformas agrarias
radicales devolvieron el campo a la iniciativa privada y al ánimo de lucro,
hasta tal punto, que Rusia volvió a ser grande exportadora agraria –como antes
de la Revolución–, y China puede alimentar su enorme población y hasta exportar
excedente en el mercado mundial.
Aquí, en cambio, vamos hacia una reforma política, ideológica y
regresiva, de la agricultura, como la cubana o la venezolana.
Ahora bien, no hay duda de que Petro, empecinado en el cumplimiento de
los “acuerdos” con las FARC, va a conducirnos a una reforma agraria
improductiva, dentro del plan revolucionario en marcha, que no procura el
bienestar del buen campesino mítico, sino la exacerbación de la lucha de
clases, para convertirlo en un elemento definitivo dentro del proyecto de
eliminación del empresariado rural.
Vale, entonces, refrescar al lector sobre la lucha por la tierra en los
años finales del Imperio Ruso. En ese inmenso país, casi toda la población era
campesina, y, por tanto, Marx pensaba que su atraso hacía, allá, impensable la
revolución. Ellos vivían en aldeas donde la tierra era de propiedad colectiva
(el MIR, que Max Weber ha analizado con especial detenimiento), poco productiva
de excedentes, mientras la mayor parte de la producción agrícola se daba en los
inmensos dominios de la aristocracia terrateniente.
Los enfrentamientos por la tierra eran inevitables. Los campesinos con
frecuencia protagonizaban actos violentos con el fin de cambiar la situación.
Esas luchas, desde luego, suscitaban el apoyo de la intelligensia, como
puede verse en tantas novelas clásicas rusas, llenas de personajes inclinados a
grandes e idealistas reformas sociales.
Lo primero que hace Lenin cuando se alza con el poder es ordenar a los
campesinos que se apoderen de los latifundios. Así consigue un gran apoyo
popular para su dictadura y se inicia el desplome de la producción exportable,
pero mejora inicialmente la suerte del campesinado.
Esa situación no va a durar mucho, porque a medida que el comunismo
elimina la propiedad privada, fatalmente el Gobierno empezará a acabar el
empresariado agrícola, proceso que tarda varios años. La entrega de la tierra a
los trabajadores es, entonces, un cambio político eficaz pero transitorio.
Muy pronto, con la práctica desaparición de la moneda, se hizo
inevitable el trueque de productos industriales por alimentos, empobreciendo al
campesino, que, además, tuvo que aceptar el monopolio estatal sobre el
suministro de alimentos. Los agricultores empezaron a acumular el grano para
precaverse del hambre y tener semillas, mientras el gobierno exigía la entrega
de cantidades crecientes, para abastecer las ciudades y, sobre todo, para
asegurar las exportaciones y la generación de divisas.
Así comenzó una implacable persecución, porque esconder alimentos
acarreaba la muerte. Lenin dividió entonces a los campesinos entre los
pobres y los kulaks, a los cuales atribuía todos los crímenes
imaginables y la posesión de incontables riquezas, cuando en realidad, en esas
míseras aldeas, el kulak apenas se diferenciaba de los demás por poseer un
caballo, una vaca o una casa de ladrillo (ver Orlando Figes. La
Revolución Rusa, p. 673.)
Para 1921, ya la tercera parte del campesinado aguantaba hambre, y para
1927, la mitad ya estaba esclavizada en granjas “cooperativas” (los gigantescos
e improductivos kolkhoses), en camino hacia la colectivización total de
la agricultura, que llegaría en los años 30.
No nos engañemos. La primera reforma agraria integral de las FARC y
Petro será seguida por otra más radical, del ELN con Petro. Ambos procesos
conducirán a la expropiación, de hecho, de los agricultores modestos y
eficientes (¿kulaks?), antes de colectivizar esa actividad, dogma
comunista inexorable.
Las reformas agrarias comunistas siguen el derrotero que acabamos de
recorrer. Su resultado inevitable es el hambre colectiva, hasta llegar, como en
Rusia, a la antropofagia:
Cuando las primeras nieves cubrieron los últimos
sucedáneos alimenticios que había en la tierra, ya no quedó nada para comer.
Las madres, desesperadas, cortaron miembros de los cadáveres y cocieron la
carne en cazuelas. La gente se comía a sus propios parientes, a menudo sus
hijos pequeños, que eran los primeros que morían y cuya carne resultaba
particularmente tierna. En algunas aldeas, los campesinos se negaron a enterrar
a sus muertos, y almacenaron los cadáveres como comida, en sus graneros y
establos. (Figes, p. 846).
Después de varios millones de muertos, se estabilizó la hambruna
permanente.
Más afortunados los siete millones de venezolanos (25% de la población),
que pudieron huir, mientras millones de rusos tuvieron que morir, especialmente
en el Holodomor.
¿Seremos los colombianos igualmente afortunados o ya no habrá para dónde
caminar con niños y ancianos, cuando culmine nuestra reforma agraria comunista?