Por José Alvear Sanín*
El país, distraído por
el gran histrión, no se ha dado cuenta de que la semana que acaba de pasar fue
la del quiebre para dejar atrás los ideales de libertad y orden, con el fin de
ingresar en la nueva era de la revolución y la narcocracia.
Poca importancia se dio
—acostumbrados como ya estamos a los desatinos diarios del gobernante— a la
promulgación de los nuevos ideales del Estado. Todos nos reímos de la propuesta
en materia de detección del fentanilo (¡mediante “una máquina para instalar
en conciertos y ferias”, que Petro da por existente) y de su júbilo por ¡la
incautación de tres millones de toneladas de cocaína! Nadie se detuvo tampoco
ante su exaltación delirante de la figura de Allende, el demoledor de la
economía y la democracia chilenas, que le sirve de inspirador para similar
empresa en Colombia.
Ambos personajes se
parecen, porque llegaron al poder con precario título, prometiendo respetar la
Constitución para proceder luego a su violación sistemática. Allende fue más
veloz que Petro en lograr el caos económico, pero el colombiano ha sido más
exitoso en la demolición institucional que el chileno, porque en solo 13 meses
ha logrado la sólida instalación de un nuevo régimen al servicio de la
revolución.
¡Se me dirá que estoy
equivocado, porque nada nuevo ha pasado ni nada hay que temer, porque con las
elecciones de octubre, el país regresará a la buena senda!
Frente a la visión
consoladora y cegatona del momento hay que enfrentar los hechos:
1. Vamos hacia la
“reforma agraria” de la extinción exprés del dominio, que ensangrentará al país
y traerá la hambruna.
2. El gobierno
promoverá la defensa del expolio, con la “organización popular del
campesinado”.
3. La cocaína (en
estimulado ascenso) supera al petróleo (en inducido descenso) como primer
producto de exportación.
4. En Cali, en
presencia de AMLO (el de “Abrazos en vez de balazos”), Petro proclama una nueva
política frente a las drogas, similar a la del mexicano, es decir, de entrega
absoluta frente a la nueva mayor industria nacional.
En resumen: Llegamos a
la revolución y al narcoestado, a partir de los 13 meses de un gobierno que
espera los inciertos resultados electorales de octubre sin la menor
preocupación: Si les va bien a sus candidatos en Bogotá, Medellín y Cali, se
consolida el régimen. Si les va mal, a los nuevos alcaldes se les escamotearán
las transferencias (como se hizo con las EPS), para que fracasen.
Y, en todo caso, seguirán
las conversaciones con el ELN, hasta que la Comisión Nacional de Participación
termine la redacción de los “Acuerdos vinculantes” para sustituir la
Constitución actual por un estatuto revolucionario de cuño marxista-leninista.
Mientras sigamos
queriendo ignorar que el actual Gobierno es ejercido en la sombra por un Estado
mayor revolucionario y clandestino, no entenderemos lo que está pasando. Petro
es apenas el ejecutor transitorio de un designio continental, al que no se
opone la clase política, que prefiere el acomodo, la concertación parlamentaria
y la colaboración embadurnada, a la áspera defensa de la democracia.