Por: Luis Alfonso García Carmona
Se atribuye a
Cicerón la conocida frase de que “Los pueblos que olvidan su historia están
condenados a repetirla”.
Desgraciadamente,
Colombia es un típico ejemplo de las naciones que parecen haber olvidado la
suya, pues cada vez reincidimos en los fatídicos errores que nos han sumido en el
estado de descomposición integral que padecemos.
1. La violencia
Desde que nos
independizamos de la corona española, nos convertimos en enemigos de nuestros
propios compatriotas, merced a la lujuria por el poder. Los partidos, al
servicio de la codicia, se enfrascaron en fratricidas guerras civiles y en una
cruel violencia que duró hasta el siglo XX. Con el acuerdo denominado “Frente
Nacional” se logró poner fin a este fanatismo estéril. No obstante, este
remanso de paz no fue duradero, pues pronto, con el advenimiento del comunismo
y la aparición de las guerrillas, patrocinadas principalmente por la dictadura
cubana, surgió “la lucha de clases”, en cuyo nombre se instauró en
nuestra patria el más sanguinario y cruel terrorismo que hayamos conocido.
Dos bastiones se
opusieron al asalto al poder que pretendía el marxismo-leninismo: de un lado,
nuestra institución familiar, que ha mantenido las tradiciones
espirituales de nuestro pueblo y, del otro, el patriotismo de la fuerza pública,
que durante 6 décadas ha ofrecido el sacrificio de la vida e integridad
personal de sus soldados y policías para defender la soberanía de la Nación y
garantizar la seguridad de su población.
Somos el único país
del mundo donde ha fracasado la guerrilla con más recursos a su alcance (el
producto de la cocaína, el negocio más rentable de la tierra), en un territorio
montañoso y selvático propicio para la “guerra de guerrillas”, y con el
apoyo de países vecinos que le han servido de refugio (Venezuela, bajo la
tiranía de Chávez y Maduro, y Ecuador en la administración de Correa).
En lugar de
proteger esos magníficos bastiones, se ha plegado nuestra clase política ante
la izquierda radical para atacar la institución de la familia, mediante normas
a favor de la ideología de género, el aborto, la corrupción de los menores y la
educación orientada hacia el materialismo marxista. Igualmente, se implantó la
política de desmantelamiento progresivo de la fuerza pública, llegando al recorte
del presupuesto necesario para subsistir, a la decapitación masiva de la cúpula
militar, al acuartelamiento de los efectivos para impedirles actuar, al
secuestro y la pública inmolación de soldados y policías con la aquiescencia
del Gobierno, y a la equiparación de los militares y policías con los
tenebrosos narco-terroristas de las FARC.
Por el contrario,
los “capos” de la droga son premiados con impunidad y protección, y a los
cabecillas de los grupos guerrilleros se les otorga la investidura de parlamentarios
y el disfrute del enorme presupuesto aprobado para sus actividades mediante el
espurio acuerdo de La Habana.
Ahora, ante la
indiferencia de la llamada “oposición constructiva”, se dedica el Gobierno
de turno a armar irregulares e inconstitucionales colectivos denominados “gestores
de paz”, “guardias campesinas o indígenas”, “primeras líneas”,
que no son otra cosa que milicias para
sustituir a la legítima fuerza pública.
2.
El narcotráfico
El ilícito comercio
de estupefacientes se ha convertido en la más depredadora actividad delictiva,
ya que, además de ser el combustible de las guerrillas, ha contaminado todos
los estamentos sociales del país, corrompiendo a funcionarios de todas las
ramas del poder y sentando un pésimo precedente para nuestra juventud: Que el
crimen sí paga y que el dinero fácil sustituye al trabajo y al esfuerzo
personal.
El crecimiento del
cultivo y la exportación de cocaína solamente pudo detenerse bajo la
administración del presidente Álvaro Uribe Vélez. Según informe de la Oficina
de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (Unodc), las
hectáreas sembradas de coca eran 62.000 en 2010, “el nivel más bajo de
cultivo de coca en lo que va corrido de siglo”. ¿Qué pasó en las
administraciones de Santos y Duque? Se suspendió la fumigación aérea con
glifosato y el bombardeo de campamentos y laboratorios, se prohibió la
extradición de los narcotraficantes, se establecieron subsidios a los cocaleros
y se consideró el narcotráfico como delito conexo al delito político. La Unodc
registró 204.000 hectáreas sembradas con coca en 2021, récord histórico
hasta esa fecha, con un incremento del 229% sobre la cifra de 2010. La
proyección para 2023 es que tengamos 300.000 hectáreas de coca, ya que
continúan vigentes los beneficios a los cocaleros y la falta de acción
preventiva del Gobierno, y, gracias a “la paz total”, tanto el ELN
como los carteles de la droga recibirán todo el apoyo a su ilícito negocio.
3. La corrupción
Es un mal endémico
que todos los políticos se comprometen a combatir mientras buscan el apoyo del
electorado. Pero es lo cierto que cada vez el mal crece a pasos agigantados y
ha invadido todos los niveles del Estado y todas las ramas del poder.
Sin embargo, los
votantes siguen eligiendo candidatos que luego de ser elegidos, son
protagonistas de sonados escándalos.
Nada hemos hecho
para modificar nuestro sistema político diseñado para favorecer estas corruptas
prácticas.
La norma que
permitió las listas abiertas en los candidatos a corporaciones públicas dio a
los partidos políticos la naturaleza de empresas electoreras: Se asocia
un grupo de amigos e inversionistas para la conquista de un trocito del poder. Al
conquistarlo, premian a los inversionistas que sufragaron la campaña con
contratos donde la corrupción se lleva la tajada más apetitosa.
No existen normas
que exijan un estudio minucioso de los antecedentes penales y disciplinarios de
los aspirantes a ser elegidos. Tampoco se establecen requisitos mínimos de
estudios que permitan un ejercicio idóneo de sus funciones.
Todos los cargos
públicos se proveen libremente sin consideración a la honestidad, conocimientos
y experiencia del aspirante; sólo se tiene en cuenta su amistad con el que lo
nombra o su identidad política con el grupo gobernante.
Hay demasiado
libertinaje para la contratación “a dedo”, que permite otorgar contratos
sin licitación o mediante procesos que no se ajustan a la legalidad.
Las contralorías
regionales hacen parte de la corrupción, pues su designación depende de los
grupos políticos dominantes que van a ser “controlados” por sus compañeros de
equipo electoral. Debieran ser eliminadas.
Nuestro pecado en
esta materia es por omisión. Mucho bla, bla y de aquello nada. Hay que cambiar
todo el sistema de contralorías por unas auditorías privadas contratadas por
licitación y unos zares anticorrupción con el exclusivo fin de recuperar las
pérdidas que sufran los fiscos y promover las investigaciones penales contra
los presuntos responsables.
4. El desconocimiento de la democracia y
del estado de derecho
Ante la indiferencia
de la sociedad, ha hecho carrera la viciosa práctica de desconocer la voluntad
del pueblo. Para darle visos de legalidad al claudicante acuerdo de Santos con
los narcoterroristas de las FARC se convocó a un plebiscito en 2016
para votar SÍ o NO a la refrendación popular del acuerdo. Para asegurarse
de su aprobación, se rebajó el umbral requerido al ridículo porcentaje del 13%
(4.536.992 votantes). La Corte Constitucional, al reglamentar el plebiscito
dijo expresamente : “ …si el plebiscito no es aprobado, el efecto es la
imposibilidad jurídica de implementar el Acuerdo Final…”.
Pues el pueblo
mayoritariamente votó en forma negativa : 6.431.376 votantes que representaron
el 50,21% de la votación. Además, 21.233.898 se abstuvieron de atender a la
convocatoria del Gobierno para que concurrieran a dar su voto por el SÍ. En
total, 27.665274 no apoyaron al Gobierno en ese humillante pacto.
Pero no se conformó
el Gobierno farc-santista con la derrota y, mediante una proposición
absolutamente inconstitucional aprobada en el Congreso, este sustituyó al
pueblo soberano para dar al acuerdo la refrendación que se le había negado
en el plebiscito.
No paró allí el
puntillazo a la democracia, pues, a renglón seguido, la Corte Constitucional sentenció:
“… tras la expresión ciudadana es legítimo que el proceso continúe y
concluya en virtud de las competencias de una o más autoridades instituidas que
le pongan fin…”
No se necesita ser
un experimentado jurista para calificar este exabrupto como el más vituperable
prevaricato en toda nuestra historia jurídica.
Sin que aquí pase
nada, se modificó de manera ilegítima la Constitución y se volvió trizas el
Estado de Derecho. ¿Por qué nos quejamos de lo que ahora nos pasa?
Igualmente sucedió
con la última elección presidencial. Se denunciaron irregularidades en
la contratación de empresas para asesorar a la Registraduría; se interpusieron
miles de quejas por lo acontecido en la jornada electoral; se denunciaron los
softwares adquiridos por la imposibilidad de verificar sus resultados; se
solicitó recuento de votos en mesas donde se presentaron irregularidades. En
suma, son las elecciones más cuestionadas de nuestra historia democrática, pero
ni las autoridades electorales, ni el Gobierno, ni las entidades de vigilancia
y control, permitieron una revisión para dar un mínimo de transparencia a la
justa electoral.
Se comprobó,
mediante una simple comparación matemática entre el tope de gastos fijado por
la ley a las campañas y el monto ingresado a la campaña de Gustavo Petro, que este
violó la ley al gastar más de lo autorizado. Esto, sin contar otros eventos
conocidos con posterioridad, como el de los honorarios del asesor español que
contrató cerca de 90.000 testigos electorales, o los 15.000 millones que
confesó Benedetti haber recaudado para la campaña, o los millones que el hijo y
la nuera del presidente ingresaron fraudulentamente a los fondos de la campaña.
Es, a todas luces, una elección ilegítima que debe ser anulada de inmediato.
5.
Enseñanzas de la historia
Este sucinto
recuento de nuestros errores políticos nos debe imponer un cuestionamiento
colectivo: si somos lógicos cuál debe ser nuestro propósito: ¿persistir en los
errores que nos han conducido a la hecatombe que vive la patria en todos los
órdenes, o, por el contrario, abandonar esas erróneas actitudes y empezar a
reconstruir el país?
Sin lugar a duda,
debemos ser conscientes de la necesidad de enmendar las equivocaciones
cometidas y emprender de inmediato la tarea de derrocar el tiránico régimen que
se ha tomado el poder en forma ilegítima. Tenemos el derecho a intentarlo a
través del juicio político que otorga a los ciudadanos la facultad para destituir
a quienes fueron elegidos con violación de la Constitución y la Ley.
Pero no nos es
permitido dejar la nación al garete para volver a caer en otras deplorables
situaciones como las que hemos atravesado.
Es necesario que
nos unamos todos los que nos duele la patria en una gran fuerza, independiente
de la corrupta clase política, para que corrijamos los defectos de nuestras
instituciones e instauremos por fin la vigencia de la verdad, la justicia, el
estado de derecho, la verdadera democracia, la familia como piedra angular de
la sociedad, el respeto a la propiedad privada y a la libre empresa, la
solidaridad con la fuerza pública, la fraternidad con la población más
vulnerable, y el bien común integral como objetivo de la administración pública.
Son suficientes
estas nobles causas para dejar atrás el egoísmo y el afán de protagonismo y que
podamos unir nuestras voluntades los “colombianos al rescate” que
Colombia reclama. Si lo logramos, nada ni nadie podrá derrotarnos.