Por José Leonardo Rincón, S. J.
Humanos
y mortales somos todos, comunes y corrientes, hijos de Dios y ciudadanos con
iguales derechos y deberes. Sin embargo, por esas cosas de la vida, por la
formación recibida, por el mérito de haber hecho bien las cosas, porque se les
dio la oportunidad en un momento dado, por amistades y palancas, porque les
gustó buscar un lugar protagónico y lucharon por alcanzarlo, en fin, por tantas
diversas y múltiples razones, algunos dejan de ser del montón, salen del
anonimato y tienen su “cuarto de hora” convirtiéndose en personajes de la vida
pública.
Como
se dice, pasa en la política, pasa en la empresa privada, pasa en el deporte,
en el mundo del arte, en los ámbitos eclesiásticos, pasa en todas partes.
Algunos tienen que pasar a la cabeza y ocupar un rol protagónico. Los puede
tomar por sorpresa o ya estaban preparados, eso también varía en un abanico
inmenso de posibilidades. El asunto es que, a algunos, el poder y la fama, que
muchas veces vienen también acompañados de dinero, los desborda, los enceguece,
por no decir embrutece, y el ser personaje les queda grande.
Ser
personaje cuesta, porque se pierde buena dosis de privacidad. La gente, desde
los niños que muchas veces los tienen como sus referentes e ídolos, hasta los
seres humanos maduros que los siguen y les creen, consciente o
inconscientemente suben al pedestal a esos congéneres, los idealizan y esperan
siempre lo mejor: buen ejemplo en su comportamiento, alto desempeño y los
mejores resultados en la gestión de eso en lo que son buenos.
Por
eso, cuando la estatua se cae (o ¡antes de que la tumben!) la decepción es
enorme y frustrante. El boxeador que derrochó su capital en el alcoholismo; el
congresista que dice que acudió a prostitutas para desahogar sus penas frente a
una masacre; el futbolista que se siente la estrella más importante del mundo y
quiere hacer lo que se le da la gana; el mejor arquero que cuando gana el
trofeo insulta todo un estadio con gestos obscenos; el líder mundial que invade
otro país sin importarle cuántos muertos cuesta su ambición de poder o el que
lo fue y ahora lo persigue la justicia por corromper con su dinero; el dictador
de izquierda que fuese revolucionario y que ahora maneja su país a su antojo
peor que el que tumbó en su momento; el jefe de Estado que tiene por costumbre
dejar esperando la gente y nunca llega; el alto magistrado de corte que vende
sentencias; el negociante voraz e insaciable que quiere dar zarpazos
financieros; el corrupto fiscal anticorrupción; el burgomaestre que acaba con
una ciudad entera como si nada; el eclesiástico de niveles vaticanos que comete
actos ilícitos… pasa en las películas, pasa en la vida real.
Se
les olvida a los tales personajes que no son eternos, que su poder es efímero,
que el éxito es flor de un día, que pueden tener belleza, fuerza, dinero, fama,
lo que sea… todo pasa, todo se acaba. Vanidad de vanidades, todo vanidad. “Vanidad,
mi pecado favorito”, concluía el protagonista del filme “El abogado del
diablo”. Se les olvidan dos cosas: que ser personaje cuesta porque exige
dar ejemplo y buenos resultados y que serlo es totalmente pasajero. Que a
nosotros no se nos olvide cómo ha habido tantos, auténticos gigantes y
simultáneamente modestos, sencillos, humildes…