viernes, 21 de abril de 2023

Ser personaje cuesta

José Leonardo Rincón Contreras
Por José Leonardo Rincón, S. J.

Humanos y mortales somos todos, comunes y corrientes, hijos de Dios y ciudadanos con iguales derechos y deberes. Sin embargo, por esas cosas de la vida, por la formación recibida, por el mérito de haber hecho bien las cosas, porque se les dio la oportunidad en un momento dado, por amistades y palancas, porque les gustó buscar un lugar protagónico y lucharon por alcanzarlo, en fin, por tantas diversas y múltiples razones, algunos dejan de ser del montón, salen del anonimato y tienen su “cuarto de hora” convirtiéndose en personajes de la vida pública.

Como se dice, pasa en la política, pasa en la empresa privada, pasa en el deporte, en el mundo del arte, en los ámbitos eclesiásticos, pasa en todas partes. Algunos tienen que pasar a la cabeza y ocupar un rol protagónico. Los puede tomar por sorpresa o ya estaban preparados, eso también varía en un abanico inmenso de posibilidades. El asunto es que, a algunos, el poder y la fama, que muchas veces vienen también acompañados de dinero, los desborda, los enceguece, por no decir embrutece, y el ser personaje les queda grande.

Ser personaje cuesta, porque se pierde buena dosis de privacidad. La gente, desde los niños que muchas veces los tienen como sus referentes e ídolos, hasta los seres humanos maduros que los siguen y les creen, consciente o inconscientemente suben al pedestal a esos congéneres, los idealizan y esperan siempre lo mejor: buen ejemplo en su comportamiento, alto desempeño y los mejores resultados en la gestión de eso en lo que son buenos.

Por eso, cuando la estatua se cae (o ¡antes de que la tumben!) la decepción es enorme y frustrante. El boxeador que derrochó su capital en el alcoholismo; el congresista que dice que acudió a prostitutas para desahogar sus penas frente a una masacre; el futbolista que se siente la estrella más importante del mundo y quiere hacer lo que se le da la gana; el mejor arquero que cuando gana el trofeo insulta todo un estadio con gestos obscenos; el líder mundial que invade otro país sin importarle cuántos muertos cuesta su ambición de poder o el que lo fue y ahora lo persigue la justicia por corromper con su dinero; el dictador de izquierda que fuese revolucionario y que ahora maneja su país a su antojo peor que el que tumbó en su momento; el jefe de Estado que tiene por costumbre dejar esperando la gente y nunca llega; el alto magistrado de corte que vende sentencias; el negociante voraz e insaciable que quiere dar zarpazos financieros; el corrupto fiscal anticorrupción; el burgomaestre que acaba con una ciudad entera como si nada; el eclesiástico de niveles vaticanos que comete actos ilícitos… pasa en las películas, pasa en la vida real.

Se les olvida a los tales personajes que no son eternos, que su poder es efímero, que el éxito es flor de un día, que pueden tener belleza, fuerza, dinero, fama, lo que sea… todo pasa, todo se acaba. Vanidad de vanidades, todo vanidad. “Vanidad, mi pecado favorito”, concluía el protagonista del filme “El abogado del diablo”. Se les olvidan dos cosas: que ser personaje cuesta porque exige dar ejemplo y buenos resultados y que serlo es totalmente pasajero. Que a nosotros no se nos olvide cómo ha habido tantos, auténticos gigantes y simultáneamente modestos, sencillos, humildes…