Por: José Leonardo Rincón,S.J
En
su carta a los filipenses, San Pablo, refiriéndose a la vida de Jesús, nos dice
que nunca hizo alarde de su condición divina y que, por el contrario, haciéndose
uno como nosotros, se abajó, se humilló, en un gesto inédito difícilmente
comprensible para nosotros.
Y
Gustavo Baena, profesor de sagrada escritura, nos dijo alguna vez que Jesús no
hizo otra cosa que despojarse de sí mismo toda su vida, desde Belén hasta Jerusalén,
todo el tiempo, de manera que lo último que le quedaba, el último pedacito, lo
colgó en la cruz.
Ese
vaciamiento paulatino es lo que se conoce como kenosis, una palabra griega, que
suena sofisticada, pero que expresa literalmente entrega, donde sí. Pues bien,
el papa Francisco lo acaba de afirmar de otra manera: la Cruz es el mayor acto
de amor, una expresión que suena paradójica si se tiene en cuenta que lo que
significa hoy para nosotros, no era propiamente lo que significaba en aquel
entonces, un instrumento ignominioso de tortura y muerte.
Y
aunque la cruz es hoy día el signo que identifica el cristianismo, no deja de
tener una connotación de sacrificio. El mismo Jesús lo pone como condición:
“quien quiera seguirme, cargue su cruz y sígame “, de modo que hacerlo no es
nada fácil, ni cómodo, porque implica asumir con gusto una actitud de entrega
permanente. Se dice rápido, pero asumirlo es exigente.
Un
trabajo cualquiera, o un estudio profesional, demandante, que pide hacer las
cosas con los más altos estándares de calidad, que supone largas horas de labores,
trasnochos, renuncia a momentos de descanso y placer, es una cruz. Atender un
familiar mayor de edad, enfermo, limitado físicamente, caprichoso, necio, qué
podría exasperar a cualquiera, es una cruz. Permanecer fiel a alguien que uno
ama, pero que es seco, indiferente o no reconoce y valora lo que uno hace, que
ignora deliberadamente los logros, es una cruz. Son algunos casos a modo de ejemplo, pero hay múltiples
formas de asumir la cruz.
Ahora
bien, esa cruz ¿es para soportarla o para asumirla?, ¿para sufrirla o para
disfrutarla?, ¿para cacarearla o para vivirla en paz? Ahí radica la diferencia:
en el sentido que quiera dársele. De modo que, si es un acto de amor y de
entrega, no es una tragedia, ni un trauma, sino una vivencia gozosa y
plenificante, que satisface, alegra y realiza. “No hay mayor muestra de amor
que dar la vida por los amigos” y dar la vida, darse de a poquitos, todos los
días, con gusto, con cariño, sin refunfuñar, sin quejarse, sin victimizarse… es
el quid del asunto.
Entonces,
con otra mirada, si bien el viernes santo hace memoria de la trágica muerte de
Jesús, por otro lado evidencia la mayor muestra de amor que haya podido darse,
el testimonio más creíble y fehaciente de que vale la pena dar la vida por una
causa noble, que hacerlo no es un acto estéril sino que, por el contrario, es semilla
de mucha vida, de esperanza de un mundo más humano, de un amor maduro culmen de
entregarse todos los días, siendo luz, consumiéndose cual vela hasta el final.
Así de claro, así de simple, así de exigente.