Por Rodolfo Correa*
Uno de los mitos sobre los que se fundó la
República en Colombia fue el del reclamo de mayor autonomía territorial para la
toma de decisiones políticas y administrativas. Con ese grito de batalla los próceres
de la independencia emprendieron la arremetida contra don Fernando VII y sus cortes,
teniendo el mito tanto éxito que gracias a él celebramos ya el bicentenario de
la “gloriosa” República que, precisamente, y en función de la disputa interna
por conquistar la autonomía de los territorios sufrió al menos 9 guerras
civiles en los primeros 80 años del siglo XIX, lo que desde luego justificó el
título de Patria Boba que se le adjudicó al primer periodo de nuestra era
republicana.
En 1886 con la Constitución recién expedida
bajo el auspicio de don Rafael Núñez, todo parecía indicar que se había
encontrado la justa receta para resolver nuestras diferencias como Nación sobre
la forma en que se debía gestionar la relación entre territorio, poder y representación,
y en virtud de ello se estableció el principio rector de la gobernabilidad
territorial: centralización política y descentralización administrativa. Lo
primero se cumplió a rajatabla y lo segundo sigue siendo aún una promesa
incumplida, pese a que con la Constitución de 1991 se enfatizó, se juró y se
gritó a todo pulmón normativo que: “Colombia es un Estado social de derecho,
organizado en forma de República unitaria, descentralizada, con autonomía de
sus entidades territoriales...” y bla, bla, bla.
Hoy, 32 años después de la Carta del 91 y
transcurridos 137 años de la Constitución de 1886, los colombianos seguimos
observando cómo los grandes temas que nos afectan en nuestros territorios
municipales y departamentales se siguen tratando y decidiendo desde un
escritorio en Bogotá.
Así sucede hoy con las grandes reformas en
marcha. En efecto, la voz de los territorios ha sido absolutamente ignorada en
la reforma a la salud, en la reforma tributaria, en la reforma laboral y en la
tramitación de los megaproyectos mineros.
La participación de los territorios en las
decisiones que los afecta debe ser entendida como una manifestación viva del
clamor cívico que demanda aumentar los niveles reales de democracia
participativa, pues el sentido y naturaleza del principio de autonomía territorial
radica precisamente allí, en el deseo legítimo de respeto a la dignidad del
ciudadano que se concreta en la atención y garantía del mandato popular
expresado en la frase: “nada por nosotros, sin nosotros”.
Sí. Es claro que el principio de autonomía territorial
no es un fin en sí mismo, sino un medio para aumentar la democratización de la
acción pública que se refleja en la participación viva de la ciudadanía en la
construcción de las decisiones estatales, pues, aunque paradójico, es verdad, que
muchos gobernantes de las entidades territoriales quieren más autonomía con
relación al gobierno central, pero no están dispuestos a concederla a sus
ciudadanos y territorios.
Sin autonomía territorial no hay democracia
real y sin democracia real no hay legitimidad del poder público. Hoy en los
tiempos plenos de la sociedad de la información y de la interconexión
permanente, un poder sin legitimidad es un poder sobre el que pesa la amenaza
latente de extinción y ello trae consigo la inevitable incertidumbre sobre nuestro
futuro como civilización.