Por: Luis Guillermo Echeverri Vélez
La
esencia de la problemática regional actual, radica en que vivimos una grave inversión
de la escala de valores y se nos extravió el fundamento ético de la debida relación
jerárquica entre legitimidad
y legalidad.
La
filosofía del derecho establece que lo que se denomine como legal, necesariamente
primero tiene que ser legítimo. Razón por la cual no debemos justificar la legalización
de aquellas conductas que son ilegitimas y nocivas para la sociedad.
Tenemos
un problema grave de legitimidad cuando la legalidad es interpretada de forma ambivalente
por quienes ejercen la representatividad democrática y el control en los Estados
actuales mediante formas autocráticas o dictatoriales disfrazadas de democracias.
Nuestras
sociedades pierden su unidad de propósito en materia de desarrollo socioeconómico,
cuando un porcentaje significativo de la ciudadanía se desvía del referente que
representan sus valores fundacionales: culturales, éticos, cívicos, familiares y
patrios.
Actualmente
nuestras sociedades y sus economías operan en un mar de contradicciones, en gran
parte a cuenta de la falta de autenticidad en la información. La ciudadanía sin
duda está confundida en esta época donde las comunicaciones digitales y la desinformación
sumada a las carencias culturales y educativas, ponen en duda la propia escala de
valores promedio de la sociedad.
Es
crítico entender que el referente de legalidad con que juegan las organizaciones
criminales terroristas disfrazadas ideológicamente, es totalmente opuesto al de
la legitimidad que sustenta el ordenamiento legal preexistente en nuestras débiles
democracias constitucionales.
El
problema de ilegitimidad se torna insoluble al transgredirse la legalidad, aceptando
que sean criminales los que llegan al poder en estas democracias anárquicas, pues
para los delincuentes apeados de ideología, el Estado y las leyes existentes son
ilegitimas.
¿Cómo
esperamos que personas que se formaron y provienen de la delincuencia y el crimen
organizado o que llegan al poder patrocinadas por esas fuerzas oscuras, no cometan
luego abusos de poder al acomodar el concepto de legalidad a conveniencia de su
propio referente de legitimidad?
Los
líderes actuales se valen del populismo para imponer a la sociedad un tipo de cambio
que se engendra en el concepto de la revolución destructiva en contraposición al
de la transformación gradual.
Lo
anterior explica la obsesión desmedida por derrumbar las estructuras institucionales
existentes por parte de quienes abusan descaradamente del poder pues se sienten
con derecho a estar por encima de la ley y de quienes llegan al poder después de
haber vivido del crimen.
Es
así como el populismo en lugar de trabajar con la escala de valores establecida,
habla de la necesidad de invertir los referentes idiomáticos que sustentan los conceptos
elementales por nuevas acepciones que utilizan la máscara del favorecimiento minoritario
y que desconocen la naturaleza de aspectos tan básicos como el género.
Esto
explica por qué la urgencia de cambiar hoy los sistemas de educación: ética, moral,
cultural, religiosa, cívica, de respeto por el prójimo y amor a la patria y la
familia, y los modelos de libertad económica y de mercados, por formas ideologizadas
de adoctrinamiento basadas en
el odio y el resentimiento que
se oculta tras lo que por moda se determina como políticamente correcto.
De
ahí el apuro por cambiar los principios constitucionales, incluida la importancia
de la independencia de poderes, y por debilitar o reemplazar la administración de
justicia ordinaria por sistemas de justicia especiales diseñados a la medida de
sus referentes parcializados en materia de legitimidad.
Así
se explica la obsesión por derrumbar la estructura conceptual sobre la cual está
edificada nuestra institucionalidad occidental, fundamentada en valores democráticos
bien establecidos que son los que le han dado legitimidad a la legalidad hasta nuestros
días.
En
el caso de Colombia este problema
se atenúa de forma grave, pues existe una cultura permisiva con relación a toda
la problemática asociada a la droga, que está terminando con la biodiversidad y
el medio ambiente, con la sana formación y desarrollo de la juventud y con la cultura
de legitimidad de la legalidad y hasta con la honorabilidad personal en nuestra
sociedad.
Es
demasiado evidente la actual falta de carácter y entereza de los líderes de nuestras
sociedades en toda la región iberoamericana. Parece que olvidamos la máxima de que
“Si el balance de los países no es bueno, el balance de las empresas no podrá ser
bueno”.
Esta realidad obliga a la reflexión sobre qué tan crítico
resulta que exista unidad de criterio de los líderes de la clase dirigente en todas
las instancias institucionales con relación al referente de legitimidad de las acciones
públicas con que se conduce un Estado, pues primero debe estar la nación que los
intereses ideológicos, económicos y personales de los políticos o de algunos empresarios.
Las
instituciones gremiales y asociaciones productivas, están lideradas por figurines
incapaces de defender el deber ser que soporta los valores esenciales para la sana
convivencia social en medio de una región donde las naciones están regidas por reconocidos
delincuentes y no pasa nada.
¿Comprensible?
No lo sé, pero es triste ver como algunos de los grandes empresarios regionales
se acomodan y cada uno va por su cuenta. No se reúnen ni se juntan a exigir nada
a los gobernantes.
Entretanto,
los grandes ejecutivos buscan como cabildear al nuevo sistema, tragándose la carnada
de que así solucionarán sus problemas puntuales, ignorando que van a quedar enganchados
en los arpones del anzuelo atado a la cuerda que maneja el pescador.
La
clase política baila la música que imponga quien controla el Estado mientras el
concepto de oposición corre grave peligro de extinción. El resto de la sociedad
se arruga, calla, y permite la violación de la legitimidad.
Ya
no hay sociedad civil porque quienes abusaron de ese importante concepto, están
en el poder, y ya no hay sanción social porque pocos cuentan con la solvencia y
autoridad moral para ejercerla.
En
Colombia, como ya ocurrió en Venezuela, Argentina, Chile, Bolivia, Nicaragua y en
otras naciones hermanas, la legalidad se pasó de rosca en las pasadas elecciones.
Una vez se aceptó como democrática la conducción de la sociedad a manos de delincuentes
indultados con un referente diferente de legitimidad al que consigna el pacto social,
es casi imposible que el país regrese a las formas democráticas y menos por medio
de procesos electorales amañados y constituciones debilitadas o reformadas con otra
escala de valores como referente de legitimidad.
Este
problema es cultural y le va a costar al desarrollo de la región entera el sacrificio
de varias generaciones hasta que toquemos fondo y el caos sea tal, que desde la
miseria seamos capaces de reconstruir una convivencia sobre valores éticos sólidos
y no fundamentados en la excusa de la inclusión de diversas formas de interpretar
la legitimidad para construir legalidades amañadas.
La
región en general cada día está más mal, pero Colombia, un país controlado por las
fuerzas oscuras del “negocito aquel”, en pocos meses pasamos de trabajar con unos
valores democráticos sólidos, a reemplazar libertad con libertinaje y nos transformamos
en una autocracia o un control absoluto de lo que antes fuera la independencia de
poderes.
Estamos
a manos del pacto entre diversas fuerzas representadas por individuos con una escala
de valores inversa a la que nos ha servido en 214 años de democracia, imperfecta
pero libre, y la falta de unidad que conlleva a la indefensión de la sociedad, nos
aboca a tener un nuevo referente de legitimidad al ver como se establece una dictadura travesti, es decir disfrazada de
democracia.