Luis Guillermo Echeverri Vélez
Con el ánimo de que el lector encuentre la referencia a tiempos actuales y reflexionemos sobre la importancia de las próximas elecciones parlamentarias para el futuro de nuestro país, transcribo esté artículo autocritico del parlamento de entonces, escrito en los años 50 por el entonces senador de la República, Luis Guillermo Echeverri Abad, quien fuera mi abuelo paterno titulado: Grandeza y pobreza del Parlamento.
Grandeza y pobreza del parlamento
Por Luis Guillermo Echeverri
Abad
(Obra Completa. Pag. 307 Tomo
I. Editorial Bedout. 1965)
Por cesión continua de atribuciones esenciales,
que no era otra cosa que pereza del Congreso y desmedida ambición del
Ejecutivo, llegamos al caótico ambiente que encontró́ la dictadura. Ella se
inspiró precisamente en muchos errores del Congreso y en no pocos del
Ejecutivo. En ellos se atalayó para desparramar arbitrariedades y corrupción;
en ellos, desgraciadamente, hubo de encontrar respaldo seguro para no
despreciable copia de iniquidades.
Ese continuo otorgamiento de
facultades extraordinarias, no solo en lo expresamente previsto por la Ley de
Leyes para la soberanía y el orden público, sino para casos de exclusiva
competencia del Congreso, que forman como su esencia misma, creó el estado de
relajación nacional que no podía menos de llevarnos al caos de la tiranía.
El Congreso, ocupado en
intrigar ante el Ejecutivo, y este feliz con las intrigas –como medio ellas de
robustecer su organismo– había abandonado los caminos y deberes propios, y
aceptaba, de buen grado, sin resistencia ni oposición, que cada vez fuera
menor su categoría y más débil su influjo legislativo, y menor la zona de
sus atribuciones, para que a tiempo el Ejecutivo invasor y monopolista
adquiriera suma abundosa y fuerte de poderes.
Al Ejecutivo lo llenó de
poderes el Congreso, y para satisfacer sus anhelos de omnipotencia, no vaciló
nunca en crear organismos, inútiles muchos de ellos, todo para surtir la
demanda de las intrigas parlamentarias.
Gran parte de "Los
Prostitutos" que en tanta cantidad existen, obra son de arreglos y
concesiones recíprocas entre Congreso y Ejecutivo. Y qué tarea tan áspera
será la de revisar cuáles sirven y cuáles estorban o dañan. Se han creado
tantos intereses en torno a "Los Prostitutos", que será obra lenta
estudiados para saber de cuántos debe prescindirse.
Existen algunos que
francamente no tienen uso; que se ignora por completo la obra que hayan
adelantado durante su existencia molondra, de pereza remunerada y costosa.
Muy oportuno, bueno,
conveniente, necesario y urgente, sería que "Los Prostitutos"
existentes produjeran sus memorias para el Congreso venidero, pues el país
debe enterarse minuciosamente de lo que han hecho en esa selva burocrática, y
conocer cuántos existen, lo que vale sostenerlos y la falta de armonía
administrativa que establecen.
La actual desarticulación
en el Gobierno depende, en parte apreciable, de la existencia de entidades
autónomas, muchas de ellas sin control efectivo, arbitrarias en sus
iniciativas y casi irresponsable. Esa delegación de funciones pródiga hasta
la exageración, oculta responsabilidades y diluye los presupuestos. Los
ministros no alcanzan a vigilar "Los Prostitutos", ni siquiera a
conocerlos y el país sabe de ellos que los paga, pero poco, o nada, recibe
como fruto de su acción. En ocasiones tienen atribuciones y campos de acción
similares, y por ello no se sabe cuál debe obrar, ni a cuál debe recurrirse,
más claramente, son un Estado dentro del Estado; una segunda administración a
topa tolondra, costosa y en la mayoría de los casos superflua.
La lista de "Los
Prostitutos" es larga, demasiado larga, y nadie sabe hasta hoy cuánto
vale sostenerlos, ni se conoce, a decir cierto, si el gasto está o no
remunerado, si tiene o no justificación. En esta nueva etapa de la vida
nacional el Congreso tendrá, pues, que analizar con calma esa situación, pero
para ello se requieren datos e informaciones precisas, porque seguramente el
estudio esmerado llevará a refundir muchos de ellos, o a prescindir de no
pocos.
Y entre "Los Prostitutos"
que es de urgencia, de necesidad estudiar, hállase el Seguro Social, monstruo
dilapidador y creador de grandes males. La experiencia nos está demostrando la
orgía de gastas en que con dinero de jornaleros, empleados y patronos, ha
vivido ese monstruo, que soporta un robo, que se conozca, de treinta millones
de pesos. Ha sido escuela de ineptos y refugio de fracasados, llevados a él
por meros intereses políticos, en el que los "conejos", a sueldo y
jornal, han venido sirviendo para experimentación y aprendizaje.
En el campo el tal Seguro
Social ha ocasionado violencia y abusos, y lejos anda de haber dado asistencia
a los beneficiarios. Ha servido sí, para cobros indebidos y para vagabundear
al personal de trabajadores y colaborar copiosamente en su desmoralización.
Igualmente ha servido para que se refugie en él la oligarquía, a la que en
las ciudades se dispensa, por demagogia y propaganda, toda suerte de cuidados y
atenciones, mientras los pueblos y campos están abandonados. Si se abriera una
encuesta entre los trabajadores y afiliados al Seguro Social, posiblemente
daría como resultado el deseo de regresar a los servicios que las empresas y
particulares les daban antes, muy superiores y más oportunos que los
presentes. Son tantas las tachas, vicios, errores, que tiene ese instituto, que
daría para varios artículos, luego es muy urgente que tenga listo su informe
para que el Congreso estudie la conveniencia de liquidarlo, o la necesidad de
sostenerlo, si es que esta existe.
Y como el Seguro Social hay
muchos otros, que cuando se estudie su funcionamiento mostrarán males y
errores tremendos, lo que apenas es natural dada la falta de interventoría, o
la presencia de interventores complacientes; la ausencia de vigilancia pública
y la exagerada autonomía que se les concedió.
Los reglamentos del
Congreso, adoptados para épocas diferentes a las actuales, adolecen de fallas
que reclaman enmienda inmediata. Son cedazo por donde se cuela la recursiva
imaginación parlamentaria cuando de entrabar el debate se trata, o el interés
eminentemente político quiere imponer su dominio sobre los de carácter
nacional. Dan asidero para toda suerte de rabulerías, gracias a las cuales se
hicieron en el Parlamento muchos prestigios vacíos y falsas eminencias. Se era
buen congresista –y resulta oportuno memorarlo– tan solo por el aprovechamiento
marrullero de los reglamentos; por el leguleyismo encaminado a torcer el
sentido de las normas; por la habilidad en saber presentar una proposición de
esta o de aquella clase, dirigida a prolongar debates o a desviados de sus
fines. Es decir, en lo que solían llamar "templo de las leyes", los mismos
encargados de hacerlas empezaban incumpliéndolas o dándoles interpretaciones
acomodaticias, cuando ello valía para propósitos de la política, o del
simple exhibicionismo empalagoso y petulante.
Esos reglamentos, a más de
ser complejos y andar regados en diferentes actos de consulta difícil y en
ocasiones contradictorios requieren enmienda inmediata, si el Congreso
realmente quiere adelantar trabajos metódicos, con respaldo serio y ansia de
acierto. A la hora presente el discurso debe ajustarse al tema, abocado
directamente, y con limitación adecuada de tiempo.
Por áspero que sea un tema,
veinte o treinta minutos son suficientes para exponerlo, desde que el orador lo
haya estudiado y entendido. No es preciso, tampoco, que sobre un mismo tema
intervengan quince o veinte oradores, que por lo común hablan de cosas
distintas al motivo de la discusión. Generalmente en un debate sobran diez o
doce discursos, porque harto difícil es hacer creaciones o variaciones
sustantivas sobre una tesis económica, o sobre un problema social, si el
informe de la comisión está ceñido al fin y la exposición de motivos es
clara y documentada. De allí que se justificaría una comisión que estudiara
las exposiciones de motivos y únicamente aceptara, para la discusión en las
comisiones respectivas, las que estuvieran presentadas con documentación y
claridad, no esas improvisaciones ridículas con que se solían acompañar
proyectos de leyes de implicaciones graves.
De allí que deba imponerse
la obligación de presentar los proyectos con exposiciones de fondo, claras,
documentadas, sencillas, para que las comisiones cuenten, desde el primer
momento, con bases para adelantar el estudio, y que estas, a su turno, agoten
la materia. De las comisiones debería salir el proyecto tratado por todos
aspectos, y nombrar un vocero defensor del informe, y un opositor, solo en el
caso de que en la respectiva comisión el asentimiento no reúna mayoría de
dos terceras partes, u otra que se convenga.
Las comisiones deben ser de
tal importancia y eficacia, que sus estudios eviten repetición de debates en
las sesiones plenarias. Más claramente, el presente, y, los problemas tan
graves que tiene el Congreso, no permiten el viejo sistema parlamentario,
agotador, costoso y superfluo. Ahora será necesario dedicar el tiempo a
análisis metódico y estudio serio, sin halago de vanidad y aplauso, en
ambiente de estudio, reposado y tranquilo. El país no tolerará la
malversación de tiempo en debates sin ton ni son, en intervenciones que nada
llevan. Quiere trabajo, estudio, ambiente tranquilo, seriedad en la
controversia, dominio de los temas, soluciones sensatas. Está fatigado de la
fronda oratoria y desea ver en sus mandatarios ánimo de acierto, que no mero
empeño por pronunciar discursos. Para hablar de crédito, moneda, impunidad,
café, o de "Los Prostitutos", no es preciso citar a Platón ni
agarrarse de Cicerón, para recorrer golosamente la historia luminosa de Grecia.
Basta presentar sencilla y documentadamente los problemas y mostrar soluciones,
tal se procede en los grandes negocios del mundo. El Congreso es asamblea de
pensadores, así debemos anhelado, y no reunión arisca y excitada de papagayos
ruidosos.
Pero la organización del
Congreso no podrá lograrse sin elementos materiales adecuados. Se ha trabajado
allí en forma pobre, apta para otros tiempos, pero de ninguna manera para el
presente complicado. Los problemas actuales son de trascendencia e
implicaciones tremendas, pues la sola revisión de los decretos leyes impondrá
largo y cuidadoso estudio, que debe organizarse desde el comienzo en comisiones
múltiples, distribuido el trabajo por materias, y con asesoría de expertos.
Obrar de otro modo equivaldría a dejar vigente el caos legal y una trama de
obstáculos fatales para la marcha futura del país. Esa maraña de
disposiciones, si no se analiza con todo esmero y en ambiente propicio, podría
crear graves problemas de interpretación y lentitud gravosa en la administración,
pero para poderla cumplir, como lo desea y necesita el país, es urgente
darles, a quienes hállanse obligados a adelantarla, elementos y medios
adecuados. Sin empleados competentes, ni obras de consulta, ni oficinas, no
será posible trabajar con método, y todo eso le falta al Congreso.
Además, el país, en muchos
aspectos esenciales, se está rigiendo por normas transitorias, que no podrían
caer de la noche a la mañana sin haber sido reemplazadas, pues el trastorno
alcanzaría proporciones catastróficas, lo que por sí muestra la gravedad del
momento y la necesidad de reposar en la oratoria para dedicar inteligencia,
conocimientos, experiencia y tiempo, a la tarea inmensa de la reconstrucción
institucional, que impondrá un esfuerzo sin tregua.
Debemos comprender que el próximo
Congreso tiene cargas y responsabilidades excepcionales, y que, si fracasa, por
faltas de sus miembros o ausencia de colaboración general, el fracaso no
caerá sobre quienes lo integran sino sobre todo el país. Ya tenemos
experiencia de que el descrédito del Congreso, por acción del Ejecutivo,
descuido de los electores, mala orientación del trabajo, y cesión desmedida
de atribuciones, condujeron al permanente régimen de estado de sitio, y a la
dictadura, la desmoralización, la bancarrota, y la violencia. Estamos viviendo
y padeciendo las consecuencias de no haber tenido Congreso, de haberlo cerrado,
y le corresponde a este proceder, sin tardanza, a remediar los males y volver
por la plenitud de sus derechos, su dignidad y prestigio, y al país, vigilar y
colaborar para que así ocurra a fin de que el porvenir sea menos áspero y
para que las nuevas generaciones, que no han podido entrar en vigencia, que no
han podido actuar por los horrores padecidos, cuenten con una patria en paz,
organizada y progresista, donde puedan colaborar como lo anhelan, con
plenísimo derecho.
La generación que hizo el
caos, obligada está a restaurar los contornos y perfiles que plasmaron la
noble fisonomía de la República, y a reforzar las bases de su estructura
constitucional y democrática; a dar ejemplo de laboriosidad y patriotismo, y a
restituir parte de lo que en tormentosas horas de locura le arrebató a la
tierra de los mayores, y a los hijos y nietos que han tenido que soportar,
silenciosamente, inermes y atónitos, el desmoronamiento de la moral y la
infame vigencia de la violencia devastadora.
El Congreso llegó a gastar
meses en un debate cualquiera mientras el país esperaba ansiosamente
soluciones para graves males, cuya vigencia iba abonando territorios de
violencia. Llegó a convertirse en algo, también, que el público escuchaba,
no para ilustrarse sobre problemas y angustias de la patria, sino para
divertirse con tan jocoso programa radial.
El trato en los debates
había venido a menos y alcanzado tono tal de desprecio y agravio, que
fácilmente se pasó al atentado personal.
Teñido por sangre de
congresistas el recinto de la Cámara, cundió desde allá el mal ejemplo
fatal. No podía ya esperarse que el país desatendiera el inicuo llamamiento a
la acción intrépida y despiadada, que a cada albear produce cosechas de vidas
inocentes, segadas en lejanos pejugales por alevosas manos ensoberbecidas y
endemoniadas.
Había llegado a nivel tan
ofensivo el lenguaje de las controversias; valía tan poco el significado de
los vocablos, que el Congreso daba –confesémoslo como arrepentimiento que
avive propósitos de enmienda– la impresión de un baile de garrote en lejana
explotación minera.
Llegaron a emplearse allí,
¿quién lo creyera?, pitos y medios obstaculizadores y ridiculizantes, y
oprobiosos sistemas que abajaron la nobleza del mandato y desfiguraron la
fisonomía del parlamento. Y volverán algunos de los pitadores, pero que
estén ciertos de que ya el país no los tolerará, ni los toleraremos los
congresistas. ¡Juro a Dios!
Antaño el Congreso había
servido de modelo y ejemplo. Era lugar de grandeza donde preclaras
inteligencias vertían sus fulgores a través de lenguaje sencillo, severo y
noble. Cuando afloraba la ironía no se sabía qué admirar más, si el efecto
desesperante que producía, o la forma como iba jugando a escondidas el veneno
urticante en la castiza habla gallarda. Por aquellos claustros discurrieron
varones de conciencia limpia e irrevocable fe en la democracia, gentes de
virtudes, que en laborioso proceso cimentaron la República y plasmaron en constituciones
y leyes, la orientación de los destinos nacionales, hasta destacarse
gloriosamente Colombia en el anchuroso panorama de América, y ser ella
orientadora de pueblos y gobiernos.
Mas la ironía y la
respuesta fina cambiaron de ropaje para desviar en insultos e injurias el
lenguaje que venía de hontanares puros por cauces de Caros y Cuervos, Ospinas
y Murillos, Restrepos y Uribes, Valencias y Suárez, y hartos más de alcurnia
noble, y descaeció hasta confundirse en habla alegre, y vivaz por cierto, pero
innoble y plebeya, de arrieriles faenas.
El trato caballeroso dejó
de ser de parlamentarios, y el grito alcanzó más que la razón, y cuando este
se ahogaba en rochela de desorden o en la algarabía de pitos, los disparos
pudieron sobre los gritos y la razón; pudieron tanto que abrieron los amplios
caminos por donde entró, como a su propia casa, la dictadura con todo el
cortejo de sus males.
El Congreso –necesario es
decido– derivó a decadencia fatal, no únicamente en cuanto a estilo en la
oratoria y trato respetuoso entre sus miembros, sino por otros aspectos cuyo
solo recuerdo acobarda y angustia.
Las influencias de algunos
sectores capitalistas, o el miedo a las organizaciones sindicales, habían
penetrado hondo, y a veces parecía que fueran ellos quienes movían las
cuerdas de los autómatas y obedientes mandatarios del pueblo, para producir
efectos de sus conveniencias. Fue fácil observar el juego de las influencias;
fue sencillo descubrir los métodos de que se valían para alcanzar ciertos
propósitos o entrabar determinadas iniciativas; fue sencillo descubrir el
interés o el miedo. Pero preferible olvidar.
Estuvieron muy actuantes, en
el desprestigio alcanzado, gentes que por razón de los intereses que
representan, y por su misma categoría, no debieron nunca propiciar actos que a
todas luces eran, son y serán reprobables. Más tarde tuvieron que jugársela
toda para corregir el error, para salvar al país del mismo abismo a que ellos
también lo habían empujado.
Convertir al congresista en
defensor de un interés particular o en acusador de un proyecto de conveniencia
común y nacional, porque él afectó transitoria o permanentemente un interés
particular, es acto que merece pública reprobación y castigo infamante.
No pueden, quienes están
cubiertos por prestigio y respaldados por altas posiciones, valerse de medios
reprobables para obtener sus propósitos, y hacerla se confunde con traición a
la patria, porque desmorona el prestigio del Congreso, en donde se asienta por
derecho propio la democracia. Es tanto como desmoronar los cimientos de la
patria. Equivale a colocarla al borde de la disolución o en manos de la
dictadura.
Animado por colocar
modestísimo aporte a la tarea de reconstrucción institucional, hube de
escribir la serie de notas que hoy llega a su fin, sobre algunos vicios y
errores del Congreso que reclaman enmienda en la etapa legislativa próxima.
El país confía en el
Congreso y quiere hallar en él remedios para los males que nos afligen. El
Congreso, de su cuenta, tendrá que responder a tales confianzas y anhelos,
entregándose en cuerpo y alma, fervorosa, desvelada y tenazmente, a
reconstruir la averiada administración pública y a detener los crímenes y la
impunidad para salvar los patrimonios morales y materiales; a derrotar la
miseria, que harto duro está hincando su garra y excitando revolución y delitos;
a mejorar la higiene, más claro a establecerla; a fundar la educación, tan
olvidada, desestimada, mal encauzada y peor realizada; a provocar estímulos
para el trabajo y expansión para la agricultura y la ganadería; a obligar a
los trabajadores a que trabajen, tal se obliga a los patronos a pagar salarios
y prestaciones; a fundar también la justicia, venida tan a menos, caída tan
abajo. Es que todo está arruinado, corrompido y deben echarse cimientos
nuevos, sólidos y firmes, para que el edificio de la República se levante
majestuoso, y nada, ni nadie, pueda en hora mala resquebrajado o averiado.
Corresponderá al Congreso
llenar vacíos, corregir males, derogar normas absurdas y expedir muchas leyes,
que con urgencia de necesidad reclama la ciudadanía. Sobre él pesarán
responsabilidades y trabajo fatigoso de todos los días y horas, porque harto
hondo y ancho fue el daño ocasionado por la acción destructora de la
ignorancia, amparada por la tiranía, durante el largo y oprobioso comedia del
estado de sitio.
Hubimos de llegar a cuanto
padecemos porque había la consigna de desacreditar al Congreso, menguar su
majestad y categoría, reducir el campo de sus atribuciones, abajarle su
dignidad y mancillar su decoro. Y, penoso, pero preciso es apuntado, el
Congreso, en harta parte, atizó con la intemperancia y violencia verbales, o
con la negligencia y descuido, la candela encendida para quemar su grandeza y
trocar en humo y ceniza el prestigio, su glorioso pasado, creador y fecundo. A
veces hubo de ser colaborador experto en tan mezquino y peligroso empeño.
El parlamento posee ahora
vigor y grandeza. Llega a la realización de su obra, después de largo y
criminal receso, sin la mancha del pecado original del fraude, limpias sus
credenciales, y entonces debe usar de sus atribuciones en forma alta,
ennoblecida por las tremendas responsabilidades que se han confiado, y que
está obligado a sobrellevar con decidido empeñó de acierto, para conducir su
tarea sin desfallecimientos ni treguas, con ardoroso patriotismo y trabajo que,
dando a un mismo tiempo ejemplo, dignifique, avive y halague el optimismo de
las gentes, despejando, nubarrones y abriendo claros horizontes por donde,
vuelva a colarse la luz de la esperanza!, y excitando las iniciativas privadas
hasta que reverdezca y madure la confianza, y se estabilicen la justicia y la
paz. En resolución, para que vuelva a ser justo y honorable el país; pura y
organizada la familia; honrados los patronos y obreros; cristianos los
católicos.
Sobre todos los aspectos de
la vida colombiana existen normas de carácter extraordinario, fruto del
interés personal algunas de ellas, inspiradas otras en propósitos solapados.
Y perversos, necesarias también no pocas, pero improvisadas todas a estímulo
y calor de la irresponsabilidad que infundía la omnipotencia de poderes.
Modificar ese desastre, limpiar la legislación para imponerle severidad,
claridad, generalidad y obligatoriedad, y cifrarIa de tal suerte que le asegure
a los ciudadanos la plenitud de sus derechos, imponiendo, al tiempo, al Estado
y al Gobierno, el riguroso cumplimiento de los deberes que le son propios, obra
será de paciencia, estudio, abnegación indeclinable y sacrificio permanente,
desde luego áspera, complicada, difícil, pero desde todo punto necesaria y
urgente.
Al próximo Congreso, como
antes a ninguno, le está reservado planificar el futuro y desmalezar de
deshonor, ignominia y arbitrariedad, el pasado de ayer. Y quienes vamos a
formarIo no podremos descansar ni ser inferiores a la confianza y
responsabilidad que comporta el encargo recibido. Habrá que hacer un esfuerzo
tremendo, sin pausas ni reposos, empapado de buena fe, embadurnado de
generosidad espiritual, conducido por caminos de respaldo y tolerancia, presidido
por austeridad, cordura y desinterés; avigorado por empeño noble de
reconstruir la República. Si de tal suerte no obrásemos, o si
desgraciadamente resultásemos inferiores al momento y gravedad de la hora, el
país volvería, sin que nos quepa la menor duda, por caminos de fuerza y
dictadura.
El pueblo colombiano tiene
todo derecho a vigilar celosa y constantemente que el Congreso cumpla sus
deberes, y a mantener en mientes a quienes traten de entrabar la tarea de
rehabilitación, o por mezquinos intereses políticos, egoísmo u otra cosa
innoble, intenten estorbar la tarea que debe, adelantar el Congreso mismo.
La hora presente es
demasiado grave para no concederle la importancia que merece. Estamos al borde
de una catástrofe económica; por dondequiera el hambre pasa estimulando lucha
de clases, excitando crímenes, sembrando pavura y desolación; por veredas de
la patria se ha regado mucha sangre y están ariscos y prevenidos los
espíritus; en las ciudades, en la misma capital, la vida y bienes están a
capricho y voluntad de los perversos; la moral ha sufrido atroz bancarrota; la
impunidad, mal que riega su mancha de oprobio y disolución para que imperen
los antisociales y valgan más los delincuentes que los hombres de bien y de
trabajo; la pobreza cada día es más, y para más; la juventud carece de
horizontes; la educación y la higiene no existen, y ese angustioso panorama,
esa horrenda y vergonzosa realidad no puede arreglarse o corregirse, o
detenerse, mientras no haya un sincero y solemne acuerdo de los hombres de bien
que encauce todos los esfuerzos a librar la campaña urgente de la
recuperación. Cualquier desvío, negligencia, o falla, en estos momentos de
angustia y desconcierto generales, nos conducirá implacablemente a la anarquía
o nos llevaría nuevamente a la dictadura.
El Congreso tendrá que
defenderse a sí mismo a par y tiempo que de sus enemigos; tendrá que defender
al país en este momento, el más grave y duro de su existencia, y la
ciudadanía tendrá que ayudarle en su tarea grande, áspera, dura, pero
pidiéndole cuenta y razón a quienes no quieran servir como colombianos o
pretendan mantener el estado de cosas que nos coloca a los linderos de hondo
precipicio.
El presente, enrastrojado de
problemas como nunca los tuviera el país más graves, reclama acción de
conjunto, decisión, trabajo, desinterés, aplomo, patriotismo. No prestarle a
la patria los servicios que está necesitando, equivaldría a jugar con sus
destinos y suerte, y quienes así procedieran, deberían merecer la sanción
que todos los pueblos reservan para quienes fugándose de los compromisos con
la moral universal y la naturaleza, se convierten en traidores.
Solidarizarse con la
impunidad y la violencia, hermanarse con el crimen, desposarse con el desorden,
o de cualquier manera estimularlos o encubrirlos, es, ni más ni menos,
traición a la Patria, y los traidores no pueden pedir clemencia ni los países
tienen derecho a concedérsela en tales casos, a no ser que quisiéramos
convertirnos, –que no lo creo– en protectorado o dominio de civilizaciones
menos averiadas.
En resolución, el dilema es
claro; o Congreso digno, responsable y laborioso, o ignominiosa dictadura. Tal
es el punto a que hemos llegado. Y a los hombres de bien, que han merecido
confianza de la Patria, tócales decidir en manos de quién vamos a quedar, y
estamos precisamente en el momento de tomar la decisión.