jueves, 20 de octubre de 2022

¡Quien ignora la historia está destinado a repetirla!

Luis Guillermo Echeverri Vélez
Luis Guillermo Echeverri Vélez

Con el ánimo de que el lector encuentre la referencia a tiempos actuales y reflexionemos sobre la importancia de las próximas elecciones parlamentarias para el futuro de nuestro país, transcribo esté artículo autocritico del parlamento de entonces, escrito en los años 50 por el entonces senador de la República, Luis Guillermo Echeverri Abad, quien fuera mi abuelo paterno titulado: Grandeza y pobreza del Parlamento.

Grandeza y pobreza del parlamento

Por Luis Guillermo Echeverri Abad

(Obra Completa. Pag. 307 Tomo I. Editorial Bedout. 1965)

Por cesión continua de atribuciones esenciales, que no era otra cosa que pereza del Congreso y desmedida ambición del Ejecutivo, llegamos al caótico ambiente que encontró́ la dictadura. Ella se inspiró precisamente en muchos errores del Congreso y en no pocos del Ejecutivo. En ellos se atalayó para desparramar arbitrariedades y corrupción; en ellos, desgraciadamente, hubo de encontrar respaldo seguro para no despreciable copia de iniquidades.

Ese continuo otorgamiento de facultades extraordinarias, no solo en lo expresamente previsto por la Ley de Leyes para la soberanía y el orden público, sino para casos de exclusiva competencia del Congreso, que forman como su esencia misma, creó el estado de relajación nacional que no podía menos de llevarnos al caos de la tiranía.

El Congreso, ocupado en intrigar ante el Ejecutivo, y este feliz con las intrigas –como medio ellas de robustecer su organismo– había abandonado los caminos y deberes propios, y aceptaba, de buen grado, sin resistencia ni oposición, que cada vez fuera menor su categoría y más débil su influjo legislativo, y menor la zona de sus atribuciones, para que a tiempo el Ejecutivo invasor y monopolista adquiriera suma abundosa y fuerte de poderes.

Al Ejecutivo lo llenó de poderes el Congreso, y para satisfacer sus anhelos de omnipotencia, no vaciló nunca en crear organismos, inútiles muchos de ellos, todo para surtir la demanda de las intrigas parlamentarias.

Gran parte de "Los Prostitutos" que en tanta cantidad existen, obra son de arreglos y concesiones recíprocas entre Congreso y Ejecutivo. Y qué tarea tan áspera será la de revisar cuáles sirven y cuáles estorban o dañan. Se han creado tantos intereses en torno a "Los Prostitutos", que será obra lenta estudiados para saber de cuántos debe prescindirse.

Existen algunos que francamente no tienen uso; que se ignora por completo la obra que hayan adelantado durante su existencia molondra, de pereza remunerada y costosa.

Muy oportuno, bueno, conveniente, necesario y urgente, sería que "Los Prostitutos" existentes produjeran sus memorias para el Congreso venidero, pues el país debe enterarse minuciosamente de lo que han hecho en esa selva burocrática, y conocer cuántos existen, lo que vale sostenerlos y la falta de armonía administrativa que establecen.

La actual desarticulación en el Gobierno depende, en parte apreciable, de la existencia de entidades autónomas, muchas de ellas sin control efectivo, arbitrarias en sus iniciativas y casi irresponsable. Esa delegación de funciones pródiga hasta la exageración, oculta responsabilidades y diluye los presupuestos. Los ministros no alcanzan a vigilar "Los Prostitutos", ni siquiera a conocerlos y el país sabe de ellos que los paga, pero poco, o nada, recibe como fruto de su acción. En ocasiones tienen atribuciones y campos de acción similares, y por ello no se sabe cuál debe obrar, ni a cuál debe recurrirse, más claramente, son un Estado dentro del Estado; una segunda administración a topa tolondra, costosa y en la mayoría de los casos superflua.

La lista de "Los Prostitutos" es larga, demasiado larga, y nadie sabe hasta hoy cuánto vale sostenerlos, ni se conoce, a decir cierto, si el gasto está o no remunerado, si tiene o no justificación. En esta nueva etapa de la vida nacional el Congreso tendrá, pues, que analizar con calma esa situación, pero para ello se requieren datos e informaciones precisas, porque seguramente el estudio esmerado llevará a refundir muchos de ellos, o a prescindir de no pocos.

Y entre "Los Prostitutos" que es de urgencia, de necesidad estudiar, hállase el Seguro Social, monstruo dilapidador y creador de grandes males. La experiencia nos está demostrando la orgía de gastas en que con dinero de jornaleros, empleados y patronos, ha vivido ese monstruo, que soporta un robo, que se conozca, de treinta millones de pesos. Ha sido escuela de ineptos y refugio de fracasados, llevados a él por meros intereses políticos, en el que los "conejos", a sueldo y jornal, han venido sirviendo para experimentación y aprendizaje.

En el campo el tal Seguro Social ha ocasionado violencia y abusos, y lejos anda de haber dado asistencia a los beneficiarios. Ha servido sí, para cobros indebidos y para vagabundear al personal de trabajadores y colaborar copiosamente en su desmoralización. Igualmente ha servido para que se refugie en él la oligarquía, a la que en las ciudades se dispensa, por demagogia y propaganda, toda suerte de cuidados y atenciones, mientras los pueblos y campos están abandonados. Si se abriera una encuesta entre los trabajadores y afiliados al Seguro Social, posiblemente daría como resultado el deseo de regresar a los servicios que las empresas y particulares les daban antes, muy superiores y más oportunos que los presentes. Son tantas las tachas, vicios, errores, que tiene ese instituto, que daría para varios artículos, luego es muy urgente que tenga listo su informe para que el Congreso estudie la conveniencia de liquidarlo, o la necesidad de sostenerlo, si es que esta existe.

Y como el Seguro Social hay muchos otros, que cuando se estudie su funcionamiento mostrarán males y errores tremendos, lo que apenas es natural dada la falta de interventoría, o la presencia de interventores complacientes; la ausencia de vigilancia pública y la exagerada autonomía que se les concedió.

Los reglamentos del Congreso, adoptados para épocas diferentes a las actuales, adolecen de fallas que reclaman enmienda inmediata. Son cedazo por donde se cuela la recursiva imaginación parlamentaria cuando de entrabar el debate se trata, o el interés eminentemente político quiere imponer su dominio sobre los de carácter nacional. Dan asidero para toda suerte de rabulerías, gracias a las cuales se hicieron en el Parlamento muchos prestigios vacíos y falsas eminencias. Se era buen congresista –y resulta oportuno memorarlo– tan solo por el aprovechamiento marrullero de los reglamentos; por el leguleyismo encaminado a torcer el sentido de las normas; por la habilidad en saber presentar una proposición de esta o de aquella clase, dirigida a prolongar debates o a desviados de sus fines. Es decir, en lo que solían llamar "templo de las leyes", los mismos encargados de hacerlas empezaban incumpliéndolas o dándoles interpretaciones acomodaticias, cuando ello valía para propósitos de la política, o del simple exhibicionismo empalagoso y petulante.

Esos reglamentos, a más de ser complejos y andar regados en diferentes actos de consulta difícil y en ocasiones contradictorios requieren enmienda inmediata, si el Congreso realmente quiere adelantar trabajos metódicos, con respaldo serio y ansia de acierto. A la hora presente el discurso debe ajustarse al tema, abocado directamente, y con limitación adecuada de tiempo.

Por áspero que sea un tema, veinte o treinta minutos son suficientes para exponerlo, desde que el orador lo haya estudiado y entendido. No es preciso, tampoco, que sobre un mismo tema intervengan quince o veinte oradores, que por lo común hablan de cosas distintas al motivo de la discusión. Generalmente en un debate sobran diez o doce discursos, porque harto difícil es hacer creaciones o variaciones sustantivas sobre una tesis económica, o sobre un problema social, si el informe de la comisión está ceñido al fin y la exposición de motivos es clara y documentada. De allí que se justificaría una comisión que estudiara las exposiciones de motivos y únicamente aceptara, para la discusión en las comisiones respectivas, las que estuvieran presentadas con documentación y claridad, no esas improvisaciones ridículas con que se solían acompañar proyectos de leyes de implicaciones graves.

De allí que deba imponerse la obligación de presentar los proyectos con exposiciones de fondo, claras, documentadas, sencillas, para que las comisiones cuenten, desde el primer momento, con bases para adelantar el estudio, y que estas, a su turno, agoten la materia. De las comisiones debería salir el proyecto tratado por todos aspectos, y nombrar un vocero defensor del informe, y un opositor, solo en el caso de que en la respectiva comisión el asentimiento no reúna mayoría de dos terceras partes, u otra que se convenga.

Las comisiones deben ser de tal importancia y eficacia, que sus estudios eviten repetición de debates en las sesiones plenarias. Más claramente, el presente, y, los problemas tan graves que tiene el Congreso, no permiten el viejo sistema parlamentario, agotador, costoso y superfluo. Ahora será necesario dedicar el tiempo a análisis metódico y estudio serio, sin halago de vanidad y aplauso, en ambiente de estudio, reposado y tranquilo. El país no tolerará la malversación de tiempo en debates sin ton ni son, en intervenciones que nada llevan. Quiere trabajo, estudio, ambiente tranquilo, seriedad en la controversia, dominio de los temas, soluciones sensatas. Está fatigado de la fronda oratoria y desea ver en sus mandatarios ánimo de acierto, que no mero empeño por pronunciar discursos. Para hablar de crédito, moneda, impunidad, café, o de "Los Prostitutos", no es preciso citar a Platón ni agarrarse de Cicerón, para recorrer golosamente la historia luminosa de Grecia. Basta presentar sencilla y documentadamente los problemas y mostrar soluciones, tal se procede en los grandes negocios del mundo. El Congreso es asamblea de pensadores, así debemos anhelado, y no reunión arisca y excitada de papagayos ruidosos.

Pero la organización del Congreso no podrá lograrse sin elementos materiales adecuados. Se ha trabajado allí en forma pobre, apta para otros tiempos, pero de ninguna manera para el presente complicado. Los problemas actuales son de trascendencia e implicaciones tremendas, pues la sola revisión de los decretos leyes impondrá largo y cuidadoso estudio, que debe organizarse desde el comienzo en comisiones múltiples, distribuido el trabajo por materias, y con asesoría de expertos. Obrar de otro modo equivaldría a dejar vigente el caos legal y una trama de obstáculos fatales para la marcha futura del país. Esa maraña de disposiciones, si no se analiza con todo esmero y en ambiente propicio, podría crear graves problemas de interpretación y lentitud gravosa en la administración, pero para poderla cumplir, como lo desea y necesita el país, es urgente darles, a quienes hállanse obligados a adelantarla, elementos y medios adecuados. Sin empleados competentes, ni obras de consulta, ni oficinas, no será posible trabajar con método, y todo eso le falta al Congreso.

Además, el país, en muchos aspectos esenciales, se está rigiendo por normas transitorias, que no podrían caer de la noche a la mañana sin haber sido reemplazadas, pues el trastorno alcanzaría proporciones catastróficas, lo que por sí muestra la gravedad del momento y la necesidad de reposar en la oratoria para dedicar inteligencia, conocimientos, experiencia y tiempo, a la tarea inmensa de la reconstrucción institucional, que impondrá un esfuerzo sin tregua.

Debemos comprender que el próximo Congreso tiene cargas y responsabilidades excepcionales, y que, si fracasa, por faltas de sus miembros o ausencia de colaboración general, el fracaso no caerá sobre quienes lo integran sino sobre todo el país. Ya tenemos experiencia de que el descrédito del Congreso, por acción del Ejecutivo, descuido de los electores, mala orientación del trabajo, y cesión desmedida de atribuciones, condujeron al permanente régimen de estado de sitio, y a la dictadura, la desmoralización, la bancarrota, y la violencia. Estamos viviendo y padeciendo las consecuencias de no haber tenido Congreso, de haberlo cerrado, y le corresponde a este proceder, sin tardanza, a remediar los males y volver por la plenitud de sus derechos, su dignidad y prestigio, y al país, vigilar y colaborar para que así ocurra a fin de que el porvenir sea menos áspero y para que las nuevas generaciones, que no han podido entrar en vigencia, que no han podido actuar por los horrores padecidos, cuenten con una patria en paz, organizada y progresista, donde puedan colaborar como lo anhelan, con plenísimo derecho.

La generación que hizo el caos, obligada está a restaurar los contornos y perfiles que plasmaron la noble fisonomía de la República, y a reforzar las bases de su estructura constitucional y democrática; a dar ejemplo de laboriosidad y patriotismo, y a restituir parte de lo que en tormentosas horas de locura le arrebató a la tierra de los mayores, y a los hijos y nietos que han tenido que soportar, silenciosamente, inermes y atónitos, el desmoronamiento de la moral y la infame vigencia de la violencia devastadora.

El Congreso llegó a gastar meses en un debate cualquiera mientras el país esperaba ansiosamente soluciones para graves males, cuya vigencia iba abonando territorios de violencia. Llegó a convertirse en algo, también, que el público escuchaba, no para ilustrarse sobre problemas y angustias de la patria, sino para divertirse con tan jocoso programa radial.

El trato en los debates había venido a menos y alcanzado tono tal de desprecio y agravio, que fácilmente se pasó al atentado personal.

Teñido por sangre de congresistas el recinto de la Cámara, cundió desde allá el mal ejemplo fatal. No podía ya esperarse que el país desatendiera el inicuo llamamiento a la acción intrépida y despiadada, que a cada albear produce cosechas de vidas inocentes, segadas en lejanos pejugales por alevosas manos ensoberbecidas y endemoniadas.

Había llegado a nivel tan ofensivo el lenguaje de las controversias; valía tan poco el significado de los vocablos, que el Congreso daba –confesémoslo como arrepentimiento que avive propósitos de enmienda– la impresión de un baile de garrote en lejana explotación minera.

Llegaron a emplearse allí, ¿quién lo creyera?, pitos y medios obstaculizadores y ridiculizantes, y oprobiosos sistemas que abajaron la nobleza del mandato y desfiguraron la fisonomía del parlamento. Y volverán algunos de los pitadores, pero que estén ciertos de que ya el país no los tolerará, ni los toleraremos los congresistas. ¡Juro a Dios!

Antaño el Congreso había servido de modelo y ejemplo. Era lugar de grandeza donde preclaras inteligencias vertían sus fulgores a través de lenguaje sencillo, severo y noble. Cuando afloraba la ironía no se sabía qué admirar más, si el efecto desesperante que producía, o la forma como iba jugando a escondidas el veneno urticante en la castiza habla gallarda. Por aquellos claustros discurrieron varones de conciencia limpia e irrevocable fe en la democracia, gentes de virtudes, que en laborioso proceso cimentaron la República y plasmaron en constituciones y leyes, la orientación de los destinos nacionales, hasta destacarse gloriosamente Colombia en el anchuroso panorama de América, y ser ella orientadora de pueblos y gobiernos.

Mas la ironía y la respuesta fina cambiaron de ropaje para desviar en insultos e injurias el lenguaje que venía de hontanares puros por cauces de Caros y Cuervos, Ospinas y Murillos, Restrepos y Uribes, Valencias y Suárez, y hartos más de alcurnia noble, y descaeció hasta confundirse en habla alegre, y vivaz por cierto, pero innoble y plebeya, de arrieriles faenas.

El trato caballeroso dejó de ser de parlamentarios, y el grito alcanzó más que la razón, y cuando este se ahogaba en rochela de desorden o en la algarabía de pitos, los disparos pudieron sobre los gritos y la razón; pudieron tanto que abrieron los amplios caminos por donde entró, como a su propia casa, la dictadura con todo el cortejo de sus males.

El Congreso –necesario es decido– derivó a decadencia fatal, no únicamente en cuanto a estilo en la oratoria y trato respetuoso entre sus miembros, sino por otros aspectos cuyo solo recuerdo acobarda y angustia.

Las influencias de algunos sectores capitalistas, o el miedo a las organizaciones sindicales, habían penetrado hondo, y a veces parecía que fueran ellos quienes movían las cuerdas de los autómatas y obedientes mandatarios del pueblo, para producir efectos de sus conveniencias. Fue fácil observar el juego de las influencias; fue sencillo descubrir los métodos de que se valían para alcanzar ciertos propósitos o entrabar determinadas iniciativas; fue sencillo descubrir el interés o el miedo. Pero preferible olvidar.

Estuvieron muy actuantes, en el desprestigio alcanzado, gentes que por razón de los intereses que representan, y por su misma categoría, no debieron nunca propiciar actos que a todas luces eran, son y serán reprobables. Más tarde tuvieron que jugársela toda para corregir el error, para salvar al país del mismo abismo a que ellos también lo habían empujado.

Convertir al congresista en defensor de un interés particular o en acusador de un proyecto de conveniencia común y nacional, porque él afectó transitoria o permanentemente un interés particular, es acto que merece pública reprobación y castigo infamante.

No pueden, quienes están cubiertos por prestigio y respaldados por altas posiciones, valerse de medios reprobables para obtener sus propósitos, y hacerla se confunde con traición a la patria, porque desmorona el prestigio del Congreso, en donde se asienta por derecho propio la democracia. Es tanto como desmoronar los cimientos de la patria. Equivale a colocarla al borde de la disolución o en manos de la dictadura.

Animado por colocar modestísimo aporte a la tarea de reconstrucción institucional, hube de escribir la serie de notas que hoy llega a su fin, sobre algunos vicios y errores del Congreso que reclaman enmienda en la etapa legislativa próxima.

El país confía en el Congreso y quiere hallar en él remedios para los males que nos afligen. El Congreso, de su cuenta, tendrá que responder a tales confianzas y anhelos, entregándose en cuerpo y alma, fervorosa, desvelada y tenazmente, a reconstruir la averiada administración pública y a detener los crímenes y la impunidad para salvar los patrimonios morales y materiales; a derrotar la miseria, que harto duro está hincando su garra y excitando revolución y delitos; a mejorar la higiene, más claro a establecerla; a fundar la educación, tan olvidada, desestimada, mal encauzada y peor realizada; a provocar estímulos para el trabajo y expansión para la agricultura y la ganadería; a obligar a los trabajadores a que trabajen, tal se obliga a los patronos a pagar salarios y prestaciones; a fundar también la justicia, venida tan a menos, caída tan abajo. Es que todo está arruinado, corrompido y deben echarse cimientos nuevos, sólidos y firmes, para que el edificio de la República se levante majestuoso, y nada, ni nadie, pueda en hora mala resquebrajado o averiado.

Corresponderá al Congreso llenar vacíos, corregir males, derogar normas absurdas y expedir muchas leyes, que con urgencia de necesidad reclama la ciudadanía. Sobre él pesarán responsabilidades y trabajo fatigoso de todos los días y horas, porque harto hondo y ancho fue el daño ocasionado por la acción destructora de la ignorancia, amparada por la tiranía, durante el largo y oprobioso comedia del estado de sitio.

Hubimos de llegar a cuanto padecemos porque había la consigna de desacreditar al Congreso, menguar su majestad y categoría, reducir el campo de sus atribuciones, abajarle su dignidad y mancillar su decoro. Y, penoso, pero preciso es apuntado, el Congreso, en harta parte, atizó con la intemperancia y violencia verbales, o con la negligencia y descuido, la candela encendida para quemar su grandeza y trocar en humo y ceniza el prestigio, su glorioso pasado, creador y fecundo. A veces hubo de ser colaborador experto en tan mezquino y peligroso empeño.

El parlamento posee ahora vigor y grandeza. Llega a la realización de su obra, después de largo y criminal receso, sin la mancha del pecado original del fraude, limpias sus credenciales, y entonces debe usar de sus atribuciones en forma alta, ennoblecida por las tremendas responsabilidades que se han confiado, y que está obligado a sobrellevar con decidido empeñó de acierto, para conducir su tarea sin desfallecimientos ni treguas, con ardoroso patriotismo y trabajo que, dando a un mismo tiempo ejemplo, dignifique, avive y halague el optimismo de las gentes, despejando, nubarrones y abriendo claros horizontes por donde, vuelva a colarse la luz de la esperanza!, y excitando las iniciativas privadas hasta que reverdezca y madure la confianza, y se estabilicen la justicia y la paz. En resolución, para que vuelva a ser justo y honorable el país; pura y organizada la familia; honrados los patronos y obreros; cristianos los católicos.

Sobre todos los aspectos de la vida colombiana existen normas de carácter extraordinario, fruto del interés personal algunas de ellas, inspiradas otras en propósitos solapados. Y perversos, necesarias también no pocas, pero improvisadas todas a estímulo y calor de la irresponsabilidad que infundía la omnipotencia de poderes. Modificar ese desastre, limpiar la legislación para imponerle severidad, claridad, generalidad y obligatoriedad, y cifrarIa de tal suerte que le asegure a los ciudadanos la plenitud de sus derechos, imponiendo, al tiempo, al Estado y al Gobierno, el riguroso cumplimiento de los deberes que le son propios, obra será de paciencia, estudio, abnegación indeclinable y sacrificio permanente, desde luego áspera, complicada, difícil, pero desde todo punto necesaria y urgente.

Al próximo Congreso, como antes a ninguno, le está reservado planificar el futuro y desmalezar de deshonor, ignominia y arbitrariedad, el pasado de ayer. Y quienes vamos a formarIo no podremos descansar ni ser inferiores a la confianza y responsabilidad que comporta el encargo recibido. Habrá que hacer un esfuerzo tremendo, sin pausas ni reposos, empapado de buena fe, embadurnado de generosidad espiritual, conducido por caminos de respaldo y tolerancia, presidido por austeridad, cordura y desinterés; avigorado por empeño noble de reconstruir la República. Si de tal suerte no obrásemos, o si desgraciadamente resultásemos inferiores al momento y gravedad de la hora, el país volvería, sin que nos quepa la menor duda, por caminos de fuerza y dictadura.

El pueblo colombiano tiene todo derecho a vigilar celosa y constantemente que el Congreso cumpla sus deberes, y a mantener en mientes a quienes traten de entrabar la tarea de rehabilitación, o por mezquinos intereses políticos, egoísmo u otra cosa innoble, intenten estorbar la tarea que debe, adelantar el Congreso mismo.

La hora presente es demasiado grave para no concederle la importancia que merece. Estamos al borde de una catástrofe económica; por dondequiera el hambre pasa estimulando lucha de clases, excitando crímenes, sembrando pavura y desolación; por veredas de la patria se ha regado mucha sangre y están ariscos y prevenidos los espíritus; en las ciudades, en la misma capital, la vida y bienes están a capricho y voluntad de los perversos; la moral ha sufrido atroz bancarrota; la impunidad, mal que riega su mancha de oprobio y disolución para que imperen los antisociales y valgan más los delincuentes que los hombres de bien y de trabajo; la pobreza cada día es más, y para más; la juventud carece de horizontes; la educación y la higiene no existen, y ese angustioso panorama, esa horrenda y vergonzosa realidad no puede arreglarse o corregirse, o detenerse, mientras no haya un sincero y solemne acuerdo de los hombres de bien que encauce todos los esfuerzos a librar la campaña urgente de la recuperación. Cualquier desvío, negligencia, o falla, en estos momentos de angustia y desconcierto generales, nos conducirá implacablemente a la anarquía o nos llevaría nuevamente a la dictadura.

El Congreso tendrá que defenderse a sí mismo a par y tiempo que de sus enemigos; tendrá que defender al país en este momento, el más grave y duro de su existencia, y la ciudadanía tendrá que ayudarle en su tarea grande, áspera, dura, pero pidiéndole cuenta y razón a quienes no quieran servir como colombianos o pretendan mantener el estado de cosas que nos coloca a los linderos de hondo precipicio.

El presente, enrastrojado de problemas como nunca los tuviera el país más graves, reclama acción de conjunto, decisión, trabajo, desinterés, aplomo, patriotismo. No prestarle a la patria los servicios que está necesitando, equivaldría a jugar con sus destinos y suerte, y quienes así procedieran, deberían merecer la sanción que todos los pueblos reservan para quienes fugándose de los compromisos con la moral universal y la naturaleza, se convierten en traidores.

Solidarizarse con la impunidad y la violencia, hermanarse con el crimen, desposarse con el desorden, o de cualquier manera estimularlos o encubrirlos, es, ni más ni menos, traición a la Patria, y los traidores no pueden pedir clemencia ni los países tienen derecho a concedérsela en tales casos, a no ser que quisiéramos convertirnos, –que no lo creo– en protectorado o dominio de civilizaciones menos averiadas.

En resolución, el dilema es claro; o Congreso digno, responsable y laborioso, o ignominiosa dictadura. Tal es el punto a que hemos llegado. Y a los hombres de bien, que han merecido confianza de la Patria, tócales decidir en manos de quién vamos a quedar, y estamos precisamente en el momento de tomar la decisión.